Pueden prohibirnos viajar por el mundo, pero no podrán impedir que hagamos viajes interiores. Sentado en la pieza donde tengo mi biblioteca, leo y navego por mares lejanos. Visito lugares a los que nunca llegaré y “escucho con mis ojos a los muertos”. ¡Y todo eso lo hago sin necesidad de poner un pie en la calle!
No soy el primero en descubrir las travesías inmóviles. En un anaquel de mi biblioteca encuentro Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre. Hacia 1790, en Turín, este escritor, pintor y soldado, hirió a su contrincante en un duelo y fue castigado. Lo encerraron durante cuarenta y dos días en su propia habitación. Lejos de deprimirse, de Maistre burló su confinamiento transformándolo en un periplo que no le costaba “ni trabajo, ni dinero”. Cada amanecer, el prisionero “viajaba” a un nuevo rincón de su cuarto para describir, con detalle y gracia, ese “paisaje interior” y las divagaciones que este le sugería. Así, aquel expedicionario inmóvil observó cómo reaparecían los objetos comunes que la rutina había ocultado y vio asomar la inmensidad que se esconde en lo minúsculo.
Decido imitar el ejemplo de Xavier de Maistre. Emprendo un viaje alrededor de mi biblioteca. Doy tres pasos y alcanzo el estante donde tengo las Obras Completas de Jorge Luis Borges. Movido por un vago recuerdo, releo El Aleph y confirmo que en este cuento Borges homenajeó a de Maistre, sin nombrarlo. “El voyage que narro es… autour de ma chambre”, recita un personaje pedantísimo. Y enseguida agrega que esa cita alude a “los ocios de la pluma del saboyano”. De Maistre nació en Saboya y, semejante a ese personaje de Borges, él también descubrió que es posible contemplar todo el universo desde un cuarto cerrado.
Doy dos pasos más y, en otro anaquel, encuentro un libro polvoriento y como humillado por el olvido: Mis prisiones, de Silvio Pellico. En este clásico de las memorias carcelarias, Pellico relató un confinamiento en las celdas del Palacio Ducal, en Venecia. Atormentado por la soledad, el prisionero buscó alivio en los insectos que eran su única compañía. Los trayectos de unas hormigas lo animaron en su propio viaje interior. También alimentó una “hermosa araña” hasta domesticarla. Diariamente, el bicho bajaba a su cama. Pellico le ofrecía como desayuno una mosca muerta y la araña se volvía a su tela. Cuando lo trasladaron a una celda menos rigurosa, Pellico partió preocupado por su amiga: ¿Qué sería de ella si el nuevo ocupante de ese calabozo resultara ser un “enemigo de las arañas”? Esta ternura sorprende al propio Pellico. Encariñarnos con lo que antes despreciábamos puede ser la inesperada recompensa de un período de quietud en prisión o en cuarentena.
Viajando por mi biblioteca alcanzo la estantería donde mantengo los libros de mi infancia. Entre ellos está Robinson Crusoe. Después de naufragar y encontrarse solo en una isla deshabitada, Robinson se creyó el hombre más desgraciado del mundo. Tanta fue su tristeza que llamó a esa isla “Desesperación”. Sin embargo, poco a poco, el náufrago entendió que sus miserias eran compensadas por algunas riquezas. Aunque estaba apartado de la sociedad, tenía comida suficiente y no sufriría “los horrores del hambre”. No es poca fortuna redescubrir el valor y el sabor de una simple merienda.
Robinson obtuvo una riqueza aún mayor: el tiempo. En esa isla deshabitada tuvo, por primera vez, la calma suficiente para reflexionar sobre su vida. Su padre le había aconsejado que se quedara en su país, que estudiara y que trabajara. Pero el joven Crusoe estaba tan obsesionado por el deseo de viajar que se sentía incapacitado “para establecerse y seguir ninguna carrera”. Por tanto, desoyó a su padre y se embarcó en navegaciones impulsivas y vanas que culminaron en su naufragio final. Ahora, encerrado en su isla, Robinson descubrió que, entre todos sus frenéticos periplos, nunca había realizado la expedición más importante: no había ido al interior de sí mismo.
Quedarse solo, aislado en una isla, debe ser el colmo del distanciamiento social. Pero también puede ser una estupenda ocasión para entablar amistad con aquel gran desconocido que nos habita. De Maistre escribió: “Desgraciado el que no sabe estar solo […] y prefiere conversar con los tontos mejor que consigo mismo”.
Nunca antes la humanidad había peregrinado con tanta frecuencia y a tantos sitios como lo hacíamos hasta ahora, cuando un virus coronado nos inmovilizó. Esta detención forzada es una buena oportunidad para pensar aquella paradoja que desveló a Robinson: creemos viajar para conocer el mundo, pero quizás lo hacemos para huir de nosotros mismos.
En mi periplo alrededor de mi biblioteca he llegado al anaquel donde pongo la literatura china. Hojeo el Libro del Tao y encuentro una línea, quizás profética, tal vez quimérica: “El pueblo respeta la muerte y renuncia a viajar”.