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Si el régimen no cumple con la liberación de los presos políticos, a las partes internacionales se les agotan las excusas para no asfixiarlo
El asesinato de don Eddy Montes en la cárcel amplificó hasta decibeles ensordecedores el grito de la gente a la Alianza Cívica: ¡dejen la “negociación”, llamen a la desobediencia civil!
Algo muy profundo tocó este crimen para hacer reaccionar como un solo músculo la voluntad colectiva. Tanto, que no importó la renuencia de la Alianza, ni el escepticismo de muchos en la Unidad Nacional Azul y Blanco. No importaron las amenazas del régimen. Ni siquiera la complicidad de los banqueros logró detener el alud de silencio del pueblo. El 23 de mayo de 2019 la mirada severa que emana de la razón, la verdad y la justicia, conminó sin recurso a los que en medio del dolor buscan, antes que demoler la prisión, escapar ellos.
El paro nacional exhibió en toda su majestad el poder de la acción cívica autoconvocada. Quienes desde el Gobierno y las élites están interesados en que los ciudadanos sean meros espectadores, porque no cesan en su afán de controlar antidemocráticamente la sociedad, no tienen ya ningún argumento: ¡sí, se puede!
Quienes temen que la disparidad de criterios impida la unidad en la lucha por la democracia, no tienen ya ningún argumento. Quienes pretenden convencernos de que el poder de Ortega es tan grande que retarlo es insensato, y por tanto hay que tolerar que Ortega –el criminal de lesa humanidad — sea parte del proceso ‘democrático’, no tienen ya ningún argumento. Quienes pretenden convencernos de que “la única salida es el diálogo”, porque la represión hace imposible la lucha no violenta, ya no tienen ningún argumento: ¡sí, se puede!
Esto es tan evidente, que el oxígeno ha empezado a circular de nuevo en la sangre del movimiento democrático–el de verdad, el insurrecto, el que quiere romper con los ciclos de opresión, represión y violencia que hemos heredado, el que incomoda a las élites fracasadas y pusilánimes, quienes por inercia histórica buscan hacer lo único que han hecho siempre, pactar, para desgracia de una nación que puede más, mucho más.
Esto hay que advertirlo, porque la luz de la puerta que el paro ha abierto no debe cegarnos: hay mucho peligro antes de cruzar el umbral; hay poderosos intereses que no logran imaginar un futuro con justicia y democracia. Los mismos que reorganizaron la Alianza para inclinarla a sus intereses, los que han cabildeado para impedir las sanciones a Ortega, los que paso a paso trataron de obstaculizar la lucha cívica, los que, incluso, trataron de impedir la marcha que otras organizaciones de la UNAB promovieron después del paro, buscan cómo regresar las aguas a su estanque. ¿Cuál será su próximo paso?
El 18 de junio
El 18 de junio de 2019 se vence el plazo aceptado por la dictadura para liberar a todos los presos políticos. ¿Lo harán? Esta debe ser una de las decisiones más difíciles para Ortega y Murillo. Tienen poco margen para escamotear. Si el régimen no cumple, a las partes internacionales se les agotan las excusas para no asfixiarlo. A lo mejor también se les acabe la paciencia.
Quizás Ortega y su séquito intenten negar la condición de presos políticos de algunos reos, pero no podrán hacerlo con la de aquellos que la población identifica como líderes principales. Y a juzgar por la experiencia, la libertad de estos podría ser el matrimonio de la mecha y la chispa.
Un matrimonio así, de darse, representaría la amenaza más potente contra la dictadura, pero también contra el dominio de las élites que han secuestrado el movimiento democrático. Ya el paro nacional de ventas y consumo demostró en qué dirección quieren avanzar los ciudadanos. Y los hasta hoy prisioneros políticos han instado a la gente a resistir activamente, a protestar por todos los medios cívicos, a no dejarse seducir por el “diálogo”. De tal manera que la actual Alianza, ya muy reducida políticamente, podría volverse irrelevante.
En resumen, tanto la dictadura como la Alianza Cívica enfrentan dilemas existenciales en las próximas semanas. Estos dilemas aumentan el riesgo de que los orteguistas y los megabanqueros que mueven los hilos de la Alianza se pongan de acuerdo en una “solución” de la crisis que minimice sus pérdidas.
“Elecciones adelantadas”
Este es el escenario del horror: la Alianza y la dictadura pactan una “salida electoral”, aceptando la permanencia de Ortega y del FSLN en la vida política, sin que medie un proceso de justicia. Gane o pierda, Ortega y sus secuaces quedan en posesión de sus canales de televisión, sus empresas, sus redes de espías, sus estructuras de represión, su control de la Policía y del Ejército. Gane o pierda, porque no se puede desmontar el aparato represivo del orteguismo sin justicia. La Alianza—esto no lo especulamos, sino que ya es conocimiento público y admisión propia—está dispuesta a dejar a la justicia como un “para después” indefinido.
Las razones por las cuales la Alianza, en representación de los megabanqueros, aceptaría un escenario así, han sido discutidas ampliamente, y responden a la prioridad más alta de los magnates financieros del país: la estabilidad de su hegemonía económica y política en la estructura de poder de la sociedad.
¿Pero, por qué aceptaría Ortega? La razón fundamental es que, especialmente si se ve obligado a liberar a los presos políticos, aceptar elecciones podría servirle de válvula de escape: las movilizaciones populares que quizás se vería incapaz de impedir ya no serían, como teme ahora, marchas para derrocarlo, embriones de un ‘asalto’ a El Carmen, sino que simples actos en una campaña electoral. En otras palabras, parte de un libreto en el cual lo fundamental del poder represivo del Estado sobreviviría. El propio FSLN, como ocurrió en 1990, pasaría a la ‘normalidad’. Y los que hoy insisten en que “el diálogo es la única solución”, dilatarían cualquier intento serio de procurar justicia, incluyendo su cacareada ‘justicia transicional’ que es apenas una excusa para la impunidad. ¿Qué dirían? Lo de siempre, lo de antes, lo que nos ha llevado hasta donde estamos: “tenemos que reconciliarnos”.
Mientras tanto, las voces que se alzaran a cuestionar el nuevo status quo serían silenciadas, de una forma u otra. Nicaragua podría convertirse en un país donde reine la variedad de terror que campea en Colombia u Honduras, donde cientos de activistas políticos y sociales mueren asesinados año tras año sin que haya culpables, aunque todos sepan quiénes son.