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Regreso a la cuna para cerrar heridas
Gregorio Selser, su esposa e hijas. Gabriela, la niña del medio. Foto: Cortesía

He vuelto a la ciudad de la que nunca quise irme, de la que me arrancaron hace tanto tiempo sin preguntarme nada.

     
*Publicado en el diario Clarin de Argentina, el día 26 de agosto*

Estoy en Buenos Aires. Habito estos días una casa con fachada de jardín tropical y árboles de cedro en la vereda, cuyas hojas el viento del invierno acerca a las ventanas. Cruzo la calle y puedo ser una más de las mujeres que corren apuradas al trabajo, o parecerme a la señora que viaja en el subte con una bolsa de pan en la falda. Pero no. En algo soy distinta. He vuelto a la ciudad de la que nunca quise irme, de la que me arrancaron hace tanto tiempo sin preguntarme nada.

“Esta es tu casa, tía, te podés quedar el tiempo que quieras si te gustan los gatos”, me dijo mi sobrina Valentina apenas llegué, mientras Flora y Luigi asomaban sus bigotes a la puerta. “Solo necesito una semana”, respondí agradecida.

Con el gen del periodismo compartido con mi padre –Gregorio Selser–, mis hermanas y yo, Valentina había estado cerca de mí en 2013 cuando visité por última vez a Claudia, mi hermana mayor, que falleció poco después.

Me pasa siempre: cada vez que desembarco en Buenos Aires no puedo dejar de recordarme, despeinada, en una plaza de árboles frondosos y jugando al fútbol con la camiseta de River para volver después a casa con las rodillas destrozadas, cubiertas de tierra y de sangre.

* * *

En el segundo piso del antiguo edificio de Peña y Barrientos que sobrevivió erguido a nuestra ausencia, mi madre, Marta Ventura, era maestra de dibujo y papá escribía sin parar en su máquina Smith Premier las historias de una América Latina sacudida por golpes y guerrillas. Escuchábamos a Les Luthiers, a Piero y a Serrat en enormes discos gastados por el uso. Fue la vida que amé y abandoné sin decir adiós, como la letra de un tango irremediable.

El 25 de marzo de 1976, un día después del golpe militar, cumplí 15 años. No hubo torta ni regalos y ese día amanecimos en casa de la pintora Felisa Zir, la mejor amiga de mi madre. Papá decía que los milicos podían poner una bomba en el edificio. “Nunca digas quién habla: contestá siempre preguntando con quién quiere hablar”, me advertían en casa. Y yo tenía miedo hasta de mirar el teléfono…

Foto: Cortesía

Mi padre salió al exilio un mes después y mamá lo siguió en octubre. Pasaron por Panamá y se radicaron en México, donde confluían exiliados de todo el continente y catedráticos europeos y estadounidenses: el sitio ideal para un periodista investigador. No hubo más opción que irse. Gregorio Selser estaba en una lista de intelectuales “indeseables” para el régimen argentino. La misma en la que figuraba su amigo Rodolfo Walsh, a quien tanto admiraba aunque no compartían ciertos métodos de lucha. Papá era socialista y defendía la revolución cubana, pero jamás había tocado un arma.

Sin lágrimas, sin drama, me despedí de los chicos en la esquina de mi casa muy temprano el 24 de diciembre. Junto a mi hermana Irene y a nuestra perra Kinuli volamos doce horas que me parecieron treinta hasta aterrizar de noche en una fría Ciudad de México, donde los empleados del aeropuerto y los taxistas nos hablaban en inglés, como si fuésemos turistas norteamericanas.

“¿Pero qué arbolito falta?”, preguntó con tristeza mi madre al verme llorar desconsolada en aquel departamento de la calle Mixcoac, casi vacío de muebles pero donde papá ya había empezado a desparramar sus recortes de periódicos sobre las sillas y la alfombra. Por primera vez se habían olvidado que era Navidad.

* * *

A cuarenta años de distancia, recorro el centro después de filmar a los hinchas de Boca que celebran la Copa al pie del obelisco. Me detengo en cada kiosco; ahora hay vendedores colombianos, venezolanos. Y chinos y coreanos que manejan las tiendas de comestibles. Da igual. Quiero las golosinas de la infancia. Acaricio las envolturas doradas, con los mismos diseños y logos de hace casi medio siglo; el aroma de los dulces atraviesa el papel y me envuelve en un tornado de recuerdos. Tita, Rhodesia, las pastillas Refresco y los chocolates Jack con sus coloridos muñequitos, canjeables en el cole como las revistas de Archi y La Pequeña Lulú; los alfajores Jorgito, no tan cotizados como los de exportación pero mucho más amados.

Me compro el kiosco entero y paro un taxi que toma Libertador. Ahí está el Planetario, igualito, donde tantas veces admiré con emoción estrellas y galaxias en los paseos escolares, y aquí la Plaza Mitre, la misma. Cuánto amé esta estatua de hierro del general que cabalga un potro altivo y detiene su marcha junto a un coro de ángeles en mármol blanco bajo cuyas alas se me declararon por primera vez. “Dicen los chicos si querés ser mi novia…”, fue la frase que el más tímido de todos pronunció al aterrizar a mis pies empujado por el grupo en medio de aplausos y carcajadas.

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En esos días, mientras mi hermana Claudia lucía su melena rubia en los pasillos de la facultad de Psicología, Irene estudiaba Filosofía y de día trabajaba en una fábrica de repuestos para televisores en las afueras de Buenos Aires. La recuerdo saliendo del baño con una boina calada al estilo del Che y sin gota de maquillaje en sus hermosos ojos verdes. “Boluda, yo me arreglo en cinco minutos y vos tardás horas frente al espejo para vestirte de proletaria y salvar a los pobres del mundo”, le decía la implacable hermana mayor.

Mi infancia pasó entre el colegio y la plaza. Con Kinuli cruzábamos Las Heras y subíamos por Gelly y Obes hasta la estatua de Mitre, que aún hoy parece nacer entre los árboles en el punto más alto de ese parque, como si fuera a desprenderse de la inmensa base de granito rojo para salir volando sobre la Plaza Francia. No puedo dejar de mirarla. Suspiro. Agradezco en silencio a los porteños por cuidar tanto a mi ciudad. “Y… algún affaire habrás tenido vos con Bartolomé Mitre en vidas pasadas”, me dijo divertida una compañera de la Normal No. 1 que reencontré en este viaje después de 41 años. Será porque él era poeta y periodista. O porque amo a los caballos…

Si Mitre fue mi confidente en tardes de noviazgos frustrados, San Martín era mucho más. Me emocionaba admirar su rostro varonil sonriendo junto a la bandera en las figuritas del álbum patrio que olían a tinta nueva, o leer sobre sus épicas batallas en la cordillera de Los Andes. Y me veo otra vez llorando sin explicación posible, aferrada al delantal de mi maestra Marilú, cuando en cuarto grado nos llevaron a conocer la réplica de la casa de San Martín en la localidad francesa de Boulogne-sur-Mer. Su último hogar, donde murió arrugado y solo, a los 72 años. Yo miraba con tristeza su cama pequeñita, una silla de madera sobre la alfombra y el glorioso uniforme azul doblado dentro de la urna de cristal. Su rostro al óleo cubierto de surcos. Héroe y destierro.

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“Si partir y morir es lo mismo, las dos caras que tiene la ausencia…”. El Grupo Sur cantaba esa canción de Armando Tejada Gómez en la peña El Cóndor Pasa del Distrito Federal, días antes de que la revolución triunfara en Nicaragua.

Me vinculé con los sandinistas sin pensarlo mucho. Podría decirse que fue una decisión casi “genética”, como nuestro amor al periodismo. Mi padre había escrito sus primeros y emblemáticos libros Sandino general de hombres libres y El pequeño ejército loco antes de que yo naciera, de manera que en casa se hablaba del patriota nicaragüense como si fuera uno más de la familia. Antes de cumplir 19 convencí a papá de que me dejara ir a alfabetizar en Nicaragua, que en marzo de 1980 todavía olía a bombas y metralla. Marché junto a otros 60.000 jóvenes que se movilizaron por el país para enseñar a leer a medio millón de personas. Viví seis meses en un rancho entre montañas azules en la norteña zona de Waslala con una familia campesina que me amó tanto como si hubiera nacido ahí. Aprendí a moler maíz, a rajar leña con un hacha y a falta de perro tuve una gallina, a la que llamé “Revolución” para evitar que se la comieran en sopa. Fue la época más feliz de mi vida.

Foto: Cortesía

Luego vino la guerra, que duró casi diez años. Aquellas tierras se convirtieron en un feroz campo de batalla entre los sandinistas y los “contras” armados y financiados por Estados Unidos. Me hice periodista y fui corresponsal de guerra durante siete años consecutivos. Tuve entre otros maestros a los argentinos Stella Calloni y Juan Gelman. Conocí a Julio Cortázar durante una vigilia de paz en Bismuna, en la peligrosa frontera con Honduras, donde lo vi cavar trincheras y hacer guardia nocturna con un fusil al hombro. Viajé mil y una noches con el equipo de prensa de Daniel Ortega, en su primer período como Presidente. De las zonas rurales más lejanas me llevaban en helicóptero hasta Managua y horas después estaba volando a Moscú, Berlín, Pyongyang, Pekín o Nueva Delhi, con las infaltables escalas en La Habana para ver a Fidel Castro.

La revolución de Nicaragua fue un sueño frustrado. Un proyecto colectivo que maravilló al mundo y sucumbió en las urnas en 1990, por el desgaste de una guerra que dejó más de 50.000 muertos y por los errores del liderazgo sandinista. Varios de esos muertos fueron mis amigos. Mis amigas perdieron a sus hermanos, a sus padres y a sus tíos. Hoy, Daniel Ortega está otra vez en el poder y los jóvenes no conocen el pasado: en los libros de historia de secundaria, la revolución se resume en media página. Con 71 años a cuestas, el ex guerrillero ejerce un cuarto mandato basado en una alianza con el gran capital y la iglesia católica, sus antiguos enemigos. Maneja dos docenas de radios y canales de televisión que fue comprando con la millonaria ayuda venezolana que fluye desde hace 11 años, pese a la crisis que vive su aliado.

* * *

Todos cargamos algún duelo, le digo a Valentina cuando me pregunta sobre el suicidio de mi padre, su tío abuelo que no conoció. Agobiado por un cáncer terminal, papá no pudo más. “Ya no tengo ánimos para escribir, es decir, vivir”, nos dijo en una carta. El 27 de agosto de 1991 se lanzó por la ventana del cuarto piso mientras mamá y yo dormíamos. Había ido a visitarlo a México y esa mañana debía volver a Managua. Él decidió hacerlo antes de que me fuera, para que me ocupara de todo. Me ofreció disculpas en la carta que dejó sobre la mesa. Hace poco se las acepté.

Valentina me sirve un café (nunca aprendí a tomar mate) y me ayuda a guardar los libros en cajas de cartón. Flora y Luigi se disputan el territorio. Acomodamos los ejemplares de Banderas y harapos, mis memorias de la revolución que finalmente publiqué el año pasado y que traje para presentar en Argentina. Viaje de reencuentro.

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Buenos Aires. Buenosaires. Dos palabras que sonaban como una sola en la voz de mi padre cuando la nostalgia nos ganaba la partida. El exilio es más brutal si las botas militares te han cortado las raíces. ¿Cortaron las mías, realmente? Quiero creer que no. ¡Aquí están todavía! Un poco estrujadas, sedientas, pero vivas. Mis raíces en los kioscos y en la plaza de Peña donde juegan otros chicos. En las flores de jacarandá sobre la 9 de Julio. En Mitre y su caballo, en el abrazo largo de las compañeras del colegio. Están en la máquina Smith Premier de papá que reencontré en este viaje y que cuida como un tesoro su biógrafo, el colega Julio Abel Ferrer.

Mis raíces, como vida restaurada, en las fotos familiares. En el vagón del tren que me llevaba hasta La Plata, al lado de mi padre, que me invitaba a acompañarlo a dar clase en la facultad de Periodismo, siempre y cuando yo tuviera días libres en la escuela.

Vueltas de la vida. Cierre de ciclos. De heridas. Ubicada ahora en otro edificio, la misma facultad me abre hoy las puertas en La Plata. Y yo entro emocionada, con la caja de libros bajo el brazo, lista para la primera presentación.

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