En pantalla
“Yo, Daniel Blake”, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2016, ha llegado a la plataforma de Netflix
A falta de una buena sala de cine arte, tenemos a Netflix. El servicio de streaming nos trae “Yo, Daniel Blake”, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2016. Es la segunda vez que el director Ken Loach se lleva el premio cumbre de uno de los festivales más importantes del mundo.
La primera vez fue por “The Wind that Shakes the Barley” (2006), pieza de época sobre el nacimiento del Ejército Republicano Irlandés. Loach es quizás más familiar para nosotros por “La Canción de Carla” (1996), película que retrató la Nicaragua de los 80 desde el punto de vista de un chofer de bus (Robert Carlyle) enamorado de una bailarina migrante (Oyanka Cabezas).
Es probablemente el título más flojo de su filmografía. Su visión romántica de la guerra civil lo dejó en evidencia como turista ideológico. No en balde, la mejor parte de la película era el tercio inicial, escenificado en Gran Bretaña. Para un realista como él, conocer el terreno que pisa es indispensable. Cuando se dedica a retratar a la clase trabajadora que conoce, su trabajo tiene contundencia.
El título de su nueva película, “Yo, Daniel Blake”, es también una declaración de principios. El comediante de stand up Dave Johns interpreta al personaje titular, un carpintero viudo recuperándose de un infarto. Los médicos le dicen que no puede trabajar, pero una evaluación en el sistema de seguridad social dice que sí, y eso lo descalifica de recibir la pensión por invalidez que necesita para sobrevivir.
Blake, un hombre sencillo, debe luchar por su subsistencia, enfrentándose a una burocracia de matices kafkianos. En el proceso, entabla amistad con Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos niños pequeños. Ella ha tenido que migrar de Londres a la provincia de Lancaster, porque solo ahí podían asignarle un apartamento de vivienda social. El desarraigo implícito en apartarla de su familia extendida no figura en los cálculos oficiales. Juntos, Blake y Katie tratan de navegar el laberinto de un sistema que en virtud de ayudarles, les roba su dignidad.
Loach es un cineasta hiperrealista. Está comprometido con los desposeídos, pero no encontrará en su película el lirismo de la puesta en escena de los hermanos Dardenne, cineastas con los que comparte una preocupación por los dilemas de la clase trabajadora. Como Mike Leigh, rechaza las políticas ultraconservadoras del thatcherismo y sus herederos, pero es mucho más estridente en sus críticas. Es difícil debatir, cuando el cuadro que pinta es tan elocuente. No podría ser de otra manera.
Loach asume una posición militante, con pleno derecho de hacerlo. Es un artista exponiendo su punto de vista, y no tiene por qué pretender ecuanimidad, o ponderar la posición ideológica opuesta. Su caso se ve reforzado por el vívido retrato que pinta de la sociedad. Blake se mueve en medio reconocible y diverso.
La hija de Katie es birracial. Su vecino es un joven negro que importa en pequeñas cantidades zapatos deportivos de diseñador – en versión pirata -, para venderlos ilegalmente por las calles. Habla de fútbol con su proveedor vía Skype. Es un joven chino, tratando de tomarle ventaja al sistema. Justo como él. La globalización y la revolución tecnológica le llegan a Blake y sus pares como más de lo mismo.
Algunos giros de la trama no estarían fuera de lugar en un producto eminentemente melodramático, pero el ojo de Loach, y su insistencia en no idealizar el ambiente, hace que sean persuasivos. El gran gesto que se presenta como clímax de la película es lacerante en su futilidad. Aquí no hay falsos finales felices. El único refugio que tenemos para huir de la desesperanza es la solidaridad de los demás.
Tome nota de la escena en que Blake y Katie visitan una bodega de caridad. Es un centro asistencial real, donde los actores alternan con voluntarios de verdad. El artificio y la realidad se toman de la mano, para darnos un poco de esperanza.
Mientras veía “Yo, Daniel Blake”, nuestra propia realidad me distraía de la película. Con todos sus defectos, la seguridad social del primer mundo es mucho más generosa que la nuestra. Aquí, las deficiencias del sistema son suplidas, con diferentes grados de efectividad, por la familia o la sociedad civil. Pero ese es nuestro problema, no el de Loach. Al menos, la empatía no conoce fronteras.