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Opinión | Hola, soy Nicaragua
Nicaragua
Una mujer con una pañoleta alegórica, en una protesta ciudadana, en Managua. Archivo | Niú

Quiero ver a Nicaragua como esa mujer feliz, justa, en paz, lista para tomar sus decisiones, llena de amor propio, rodeada de quienes la aman de verdad

     

Hoy vengo a contarles sobre mi vida. Una que no ha sido fácil. Ha habido dolor, mucha violencia, pero también mucha osadía y determinación.

Nací por ahí de 1838. Me considero hermosa, muy capaz, con grandes cualidades y de gran potencial, pero también tengo que admitir que los capítulos de mi historia han sido intensos, dramáticos, muy duros. Y de ellos vengo a contarles.

Con el resto de mis cuatro hermanas, mi anhelo siempre fue ser independiente. Desde muy temprano hubo alguien diciéndome qué hacer, creyéndose mi dueño.

Tengo que admitir que muchas veces fui yo misma la que invité a otros a tomar el control de mi destino. Aprovechándose de mi inmadurez e indecisión, una persona poderosa, con una actitud altanera y complejo de superioridad quiso, en varias ocasiones, y desde muy temprano, tomar decisiones por mí, decirme cuál estilo de vida me convenía y con quién debía estar.

He tratado de defenderme, y hay momentos que recuerdo con mucho orgullo porque he demostrado mi valentía. Como a inicios del Siglo XX, cuando despertó en mí una determinación, un gran anhelo por ser realmente soberana. Me recuerdo joven y romántica.

Tuve una relación larga que empezó por ahí de 1936. Duró casi 40 años. Había cosas de él que no me gustaban. Era controlador, posesivo. No me dejaba tomar mis propias decisiones. Se sentía muy orgulloso de sus ideas de derecha, inculcadas por el hombre poderoso del que les hablo, con quien tenía una actitud complaciente y servil.

A medida que el tiempo pasaba las cosas se fueron poniendo peor. Empezó gritándome y ya después siguieron los golpes. Me estaba matando físicamente y, a la vez, quebrantando mi espíritu.

Fue entonces que, por ahí de los años 60 conocí a otra persona. Este era una chavalo joven, muy joven, pero muy valiente, con las ganas de cambiar el mundo, de desafiar a quienes me agredían.

No lo voy a negar, me dejé seducir por su discurso libertador, revolucionario, de izquierda. Había que liberarse, me decía. Y claro, cómo no iba yo quererme librar de mi opresor.

Su propuesta era simple: sacarlo a golpes, muerto si era necesario, y que nos fuéramos juntos. Me costó decidirme. Estaba muy golpeada y sabía que no sería fácil. Que iba a perder mucho.

Finalmente, así fue. Lo sacamos. Fue todo muy violento. Hubo mucha sangre y fui yo quien quedó más lastimada. Pero estaba feliz. Había logrado librarme. Empezaría una nueva vida, o al menos eso creía.

El romance con mi nueva pareja no fue muy bien que digamos. Las ideas que tenía para nuestra vida, que algunos tachaban de osadas, y la intromisión de siempre del hombre ese, el que siempre quiere llegar a imponerse, hicieron que la relación fuera difícil desde el inicio.

De 1979 al 1989 la pasamos muy mal. Hubo mucha hambre y también mucha violencia por la obstinación de hombres que querían decirme qué hacer, cómo vivir, que pasaban peleándose entre sí. Esa batalla de egos me hizo mucho daño.

Terminé casi muerta. Después de tantos golpes y miseria, una mano amiga me ayudó a salir, a cerrar ese difícil capítulo.

Llegó un momento en que parecía que todo se acomodaría, que la vida empezaría, por fin, a ser más tranquila. Intenté crear reglas que me permitieran tomar decisiones sanas y que, sobre todo, me dieran la posibilidad de ser un poco libre.

De 1990 hasta el 2006 creía gozar de cierta libertad. No había la violencia del pasado, pero sí abusos de otras parejas. Tuve tanta mala suerte que hasta un ladrón aprovechado me salió.

Qué les digo. Apareció entonces, de nuevo, aquel chavalo, el “revolucionario”, ahora ya viejo, prometiendo que había cambiado, que ahora era una persona más madura, pidiéndome que le diera otra oportunidad.

¿Y adivinen qué? Pues se la di. Empezamos de nuevo en el 2007. La verdad me sentí emocionada. Eran tiempos distintos, él parecía haber crecido, aparentaba ser más responsable, tenía su retórica de izquierda, pero actuaba más pragmático.

Vivimos algunos años en relativa calma y con algún desahogo económico. La inestabilidad del pasado no me había permitido crear las condiciones para mantenerme por mí misma, pero la ayuda de un amigo de él nos permitió salir un poco a flote. Empecé a aprovechar mis talentos, quería continuar trabajando en mí misma, para ser independiente también en lo económico.

Empecé, desde muy temprano, a notar algunos indicios de maltrato en mi actual pareja. No eran muchos, pero sí me molestaban, me inquietaban. Me controlaba mucho, me empujaba cuando estaba molesto, me callaba, no le gustaba que me informara o que estudiara, decidía todo sobre mí sin consultarme.

Yo le intenté reclamar, pero siempre me decía que él era lo mejor que me podía haber pasado. Yo le creía. A veces era muy grosero, y eso me resentía. A veces era muy benévolo, y eso me hacía sentir especial.

Hubo muchos episodios amargos que fueron acumulándose en mi memoria y en mi corazón. Me gritó, me alejó de todos, me humilló, me fue quitando la poca libertad y autonomía que había logrado.

A pesar de todo, seguíamos juntos. Hasta hace poco.

Hace unos seis meses, cruzó la raya y todo cambió. Ese día me golpeó muy fuerte, todo porque le reclamé por una decisión que tomó sin consultarme. No aguanté más y me rebelé. Antes le había dejado pasar otras cosas, pero esta vez me había golpeado como en el pasado. No se lo iba a permitir. Hasta aquí llegábamos.

Empecé a resistir. Empecé a gritar, a protestar para que me oyeran todos, busqué refugio para resistir sin violencia.

Primero fue un golpe, después fueron treinta. Así se fueron acumulando. Hasta el día de hoy me ha dejado más de 300 heridas en el cuerpo. Su brutalidad fue tanta que muchas veces me sacó el aliento. Me encarceló, haciéndose pasar por la víctima y haciéndome creer que era yo quien lo había agredido.

Me dice que sigamos juntos, que sin él no soy nadie y que no voy a ningún lado.

Su opresión y su violencia me han cambiado para siempre. Una parte de mí quiere seguir con él y otra quiere liberarse cuanto antes. Otra parte de mí suspira y llora incrédula de que otra vez me toque vivir un episodio tan cruel.

Cuánto hubiera querido haberlo visto antes: macho de derecha, es igual a macho de izquierda. Son verdugos, son abusadores, son tiranos.

Los últimos seis meses han sido una pesadilla, pero en medio de tanto dolor y sufrimiento he encontrado refugio, como el que me ha dado esa hermana, de la que siempre me han dicho que debo desconfiar y competir contra ella. Se ha portado solidaria y generosa. Me ayuda a seguir adelante. Me ha enseñado que la bondad y nuestros vínculos son más fuertes que quienes quieren vernos peleadas. Me ha enseñado que la sororidad existe.

Mi vida ya no es la misma. Ha sido una vida muy difícil. Vengo aquí a contarles que soy víctima. Que no ha sido fácil reconocerlo. Que no es fácil salir de esta relación que está acabando conmigo, pero que, en medio de todo, resisto. Persevero.

Quiero romper con este círculo. No quiero más violencia en mi vida. Quiero ser libre sin repetir los errores del pasado. La única revolución que quiero para mí es la de la verdadera libertad, quiero amarme a mí misma en paz y empezar a caminar, reconstruyéndome, confiando en mis capacidades, tomando mis decisiones.

Mi nombre es Nicaragua y vine a contarles que soy víctima, pero también resisto, sobrevivo y florezco.

Epílogo

Hablar de la historia de Nicaragua desde esta perspectiva es también hablar de mí y de todas las mujeres que hemos sido víctimas de la violencia y la opresión. Es también hablar de resiliencia. De resistir, sobrevivir y renacer.

Como mujer he sido también violentada en el pasado. He sufrido también por relaciones tóxicas, abusivas en las que otros han ejercido su poder y su dominio sobre mí. Me tomó un tiempo aprender lo suficiente, deconstruirme, amarme y reconocerme como víctima.

El feminismo me ayudó en ese proceso. Me ayudó a entenderme dentro de un sistema y una dinámica en la que el poder se entiende como el ejercicio de violencia, abuso, dominio, opresión, para así poder cuestionar y rechazar todas sus expresiones.

Es parte de la esencia del patriarcado. Ese patriarcado que tiene múltiples expresiones y que lo alcanza todo. Que produce caudillos y dictadores que se creen dueños de naciones enteras. Ese que produce también hombres que maltratan y abusan de sus parejas. Ese que mata, que enaltece y glorifica la violencia, que hace creer que hay superiores e inferiores. Que crea la desigualdad, las guerras, la injusticia.

El paso más difícil, pero a la vez, quizá, de los más hermosos, es reconocerse víctima de la opresión. Es incómodo y  es doloroso. Pero es también el primer paso para salir de ella.

Yo escojo creer que ahí está Nicaragua. Esa mujer hermosa, valiente, decidida, que ha sufrido pero que está lista para quererse, luchar por su libertad, ser dueña de sí misma sin que nadie quiera poseerla ni abusarla.

Por eso la revolución que quiero para Nicaragua, la quiero feminista. Porque significa realmente dejar atrás a los opresores, los caudillos, esos machos que la dañaron y la abusaron. Y ser resiliente. Independiente, libre, forjadora de su destino.

Quiero ver a Nicaragua como esa mujer feliz, justa, en paz, lista para tomar sus decisiones, llena de amor propio, construyendo relaciones sanas, rodeada de quienes la amen de verdad y la hagan cada día mejor.