Blogs
"Me parece que esta posición, aunque evidentemente bien intencionada, es incorrecta y riesgosa", escribe Larios en su blog en respuesta a Gioconda Belli
Ni perdón [legal] ni olvido [político]. Sirvan los corchetes para ensayar una respuesta, con brevedad de eslogan, al comentario de la escritora Gioconda Belli sobre el significado del popular “Ni perdón, ni olvido”.
La preocupación no es ociosa, el debate construye democracia
Hay que decirlo, porque en nuestra cultura existe una predisposición a pensar que si estamos en guerra hay que ocuparse solo del siguiente balazo, y no en qué vamos a hacer cuando ganemos o perdamos.
“¿De qué sirve hablar de todo esto—preguntaba recientemente una amiga—si ni siquiera podemos ejercer nuestro derecho al voto?” Pues, precisamente: si la lucha por el voto es tan costosa, necesitamos pensar muy bien en qué y para qué se lucha y para qué se vota, qué tipo de sociedad quiere cada uno, cómo nos ponemos de acuerdo para construirla.
Estas son discusiones que deben darse colectivamente, públicamente, entre la mayor cantidad posible de ciudadanos, para que luego no sean unos pocos los que en secreto conspirativo decidan por los demás, para que los talentos de todos nos hagan, entre todos, llegar tan cerca de la verdad como podemos los humanos. Verdad que para Nicaragua involucra un sueño hasta ahora imposible de alcanzar: el de una sociedad libre y próspera.
Por eso hay que apreciar, y vale la pena examinar, el cuestionamiento que hace Gioconda Belli, que no solo es relevante para lo inmediato y táctico, sino que tiene implicaciones de fondo para cualquier proyecto de democracia en Nicaragua.
“Ni perdón ni olvido” versus barbarie y autoritarismo
La presunción de Belli es que “ni perdón ni olvido” hace más difícil que deserten individuos como el magistrado Rafael Solís, figura clave en la construcción de la dictadura, pero que—según se desprende del texto– regresa ahora como el hijo pródigo de la parábola, arrepentido; y como a aquel hijo pródigo, deberíamos recibirlo, perdonarlo, para que otros como él “reconozcan sus yerros y se unan a la causa de todos”.
Me parece que esta posición, aunque evidentemente bien intencionada, es incorrecta y riesgosa.
En primer lugar, no nos llamemos a engaño: de los círculos del poder orteguista saldrán desertores en la medida en que el miedo se apodere del régimen, en la medida en que la idea de derrota y castigo avance, y no porque nadie [por cierto, nadie tiene la autoridad legal o moral para hacerlo] prometa impunidad.
En cuanto al llamado a perdonar: yo no soy confesor o psicoanalista del magistrado Solís, y no conozco, ni tengo obligación de conocer, si su deserción es “una señal de crecimiento, de avance hacia un estado de ánimo y de conciencia”, como el que Gioconda Belli menciona. Tampoco soy un juez o jurado en la investigación que–idealmente–debería ocurrir para despejar la sospecha generalizada de que Solís se ha enriquecido ilícitamente.
Por tanto, no puedo condenarlo, pero tampoco puedo absolverlo.
De hecho, la idea de “ni perdón ni olvido” es que, por primera vez en nuestra historia, tratemos al acusado y a la Justicia con justicia, con el respeto que hace falta para garantizar una vida civilizada: ni cárcel, ni expropiación; ni absolución, ni exoneración, ni olvido, sin debido proceso. A eso es a lo que debemos aspirar todos, para lo cual debemos dejar atrás la fatídica costumbre de olvidar los crímenes después de cada episodio de barbarie autoritaria y guerra de los que hemos padecido, como una maldición, ya casi dos siglos.
Hay que luchar contra la fuerza de una tradición que hace que se busque cómo amortiguar la caída de algunos culpables (ya he leído por ahí una historia revisionista y compasiva del papel de la comisionada Granera, por ejemplo), y que ha hecho de Nicaragua un país donde en nombre de la paz y el perdón se fomenta la impunidad. Debemos oponernos a políticas de generosidad excepcional hacia quienes causan tanto daño. Y no por venganza, sino porque hay que crear–es imperativo, es esencial–un orden legal legítimo, que ponga las cosas en su sitio, que permita que la gente actúe de acuerdo con la ley, y que no la contravenga confiada en que habrá en algún momento “perdón y olvido”.
Debemos, además, decir la verdad: el magistrado Solís, desertor de última hora, ha sido uno de los principales arquitectos de la tragedia que ya lleva cientos de muertos, miles de heridos, y decenas de miles de exilados. El magistrado Solís es sospechoso (no puedo decir culpable, eso que lo diga un juez legítimo) de enriquecimiento ilícito y corrupción. En términos políticos, el magistrado Solís no es una víctima inocente, sino un cómplice clave de los victimarios, o un victimario él mismo.
Tampoco es esta la primera masacre que ocurre bajo la férula del FSLN, en el cual el magistrado Solís ha participado prominentemente durante décadas. No debe olvidarse eso, no debe dejar de decirse. ¿Por qué? Pues sencillamente porque es verdad. Y decir la verdad no es un estorbo en la marcha hacia la democracia. Al contrario, sin verdad nos perdemos en el camino. Sin verdad lo que hay es pacto y componenda en el salón oscuro, perdón mutuo y conveniente olvido. Sin verdad hay cinismo, y hay lo de siempre, el reciclaje de todos los culpables, que luego, cuando aparece otro, pueden incluso jactarse de ser gente noble e íntegra, a la que nadie, nunca, “le probó nada”.
¿De dónde la legitimidad de los autoconvocados?
Por último, me parece objetable la propuesta de que la resistencia ciudadana contra Ortega-Murillo confluya en cierto liderazgo vertical (electo, es cierto, pero ¿cómo?, ¿por quién?), del cual «bajarían» las consignas, y la legitimidad: “La próxima etapa de la lucha debe definir una instancia que aglutine y dé legitimidad al movimiento autoconvocado… Necesitamos quién defina los eslóganes de la resistencia.”
Esta visión es contraria a la actual voluntad ciudadana, que parece haber desarrollado una animadversión pronunciada, una reacción casi alérgica, a cualquier gesto que recuerde al vanguardismo de antaño. La gente quiere, creo yo, que este sea un momento diferente, de una lucha diferente en medios y en fines. Para eso ha sacrificado tanto y sigue sacrificando, y por eso el de los autoconvocados es un movimiento legítimo por derecho propio, y no necesita de ninguna “instancia” que le otorgue tal gracia.