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"Creo que la masacre del 2018 y todos los crímenes que vienen cometiéndose en Nicaragua provienen de la mentira que se ha vivido desde 1979"
No sé ni con qué palabras, ni con cuantos parlantes amplificadores, mensajes de email, carteles de publicidad, oraciones y súplicas, recomendar “Atando cabos entre totalitarismos”, magnífico escrito del pintor y escritor Otto Aguilar.
Mi motivación es esta: creo que la masacre del 2018 y todos los crímenes que vienen cometiéndose en Nicaragua provienen de la mentira que se ha vivido desde 1979, año en que creímos tocar el cielo con las manos, y en un éxtasis ciego permitimos que una pandilla no apta para el poder lo acumulara en exceso.
Yo sé que es doloroso para muchos, todavía, a estas alturas, enfrentar esa brutal realidad. Muchos de los que hoy en día se oponen a Ortega-Murillo, y hasta son sus víctimas, fueron parte del movimiento, como una enorme cantidad de gente que en su momento actuó por principio y decencia.
Muchos de ellos lloraron, y no lo digo en sentido figurado, cuando la dictadura del FSLN cayó derrotada en 1990. Les costó incluso años, después de esa derrota, romper totalmente con el árbol madre.
Han intentado luego, en lugar de enfrentar la verdad, crear otro mito, el de “antes de la piñata, la revolución idealista y sus conquistas, después de la piñata, el secuestro del partido y la degeneración”.
Pero la evidencia que se ha acumulado por más de 30 años es abrumadora, y debería obligarlos a regresar al camino perdido, no solo por ellos, sino que en algún momento por todos nosotros: el camino de la verdad.
Para empezar, a la “revolución sandinista” hay que encerrarla entre comillas y tirar la llave a la basura.
Es muy cierto, hubo una insurrección popular contra la dictadura, también genocida, de los Somoza. La rebelión estuvo llena de heroísmo y desesperación, y de un deseo apasionado por construir un futuro utópico.
Luego llegaron ellos, los de siempre, los zorros del poder.
De tal manera que de revolución hubo guillotina y privilegios para unos cuantos. De igualdad, fraternidad y libertad, muy poco. Mucho Hollywood y Bollywood, mucho turismo revolucionario, pose y maquiavelismo mediático, a la vez que mucha tortura, robo, crimen; y el resto, lo mismo de toda nuestra historia anterior. Si antes eran los peones de hacienda los “voluntarios con mecate”, la carne de cañon de oligarcas y caudillos, durante la dictadura frentista [esto va sin comillas] tal desgracia le tocó a una generación entera de jóvenes, secuestrados por el estado totalitario y usados como piezas en su ajedrez de sangre. A mí por eso también me pareció impactante el libro Perra Vida, las memorias de adolescencia del escritor Juan Sobalvarro, en el que bellamente narra, a partir de su propia experiencia de recluta, lo vivido por los chavalos que en esa época no pudieron evadir la conscripción.
Por eso repito mi mensaje a los traductores y comunicadores de la historia que todavía se aferran al mito de la “revolución sandinista”: lo más revolucionario que podrían hacer, lo más valiente, la herencia más hermosa, la que puede cambiar la historia para bien (no “revisarla”) es denunciar la raíz de la tragedia: haber dejado que el árbol creciera torcido desde el inicio, a pesar de haber sido regado con tanta generosidad por tantos.