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Gracias al eclipse

Es posible que los eclipses produzcan, aún hoy, ese misterioso efecto pacificador.

     

«Es posible que los eclipses produzcan un misterioso efecto pacificador. El ardor de las verdades absolutas, solares, es eclipsado por una sombra que invita a la duda y a la reflexión.»

La Luna mordió el cuello del Sol. Luego, el satélite avanzó hacia arriba y hacia la derecha devorando el resto de la estrella. A medida que era comido, el Sol ponía cara de pena: una boca con las comisuras caídas. Unos minutos después la Luna había engullido por completo al astro rey. Sólo quedó su corona vacía flotando en el cielo oscurecido.

En el norte de Chile, cientos de miles de personas se congregaron para mirar ese eclipse total de sol. En la franja de oscuridad absoluta los perros aullaban y tiritaban. Los grillos se despertaron y crepitaban. Las gallinas se fueron a dormir. Según algunos testigos, mucha gente lloraba (no sé cómo se enteraron de eso si estaba tan oscuro). Lo que es a mí, el eclipse me hizo el mismo efecto que a las gallinas: me dieron ganas de dormir una siesta. La cabeza se me cayó sobre el pecho y me eclipsé, dominado por un sueño pacífico y profundo. Me dormí como una guagua.

No fui el único que se convirtió en niño. Medio Chile regresó a la infancia a causa de este eclipse. Durante los días previos no se habló de otra cosa. Los anteojos especiales para ver el fenómeno celeste se agotaron, igual que los telescopios profesionales y los de juguete. Las clases y los trabajos se suspendieron. Familias completas coparon las carreteras y viajaron cientos o miles de kilómetros para disputarse un sitio en la zona de “umbra”, donde reinaría esa oscuridad diurna.

En La Serena, durante las horas previas al eclipse, más de diez mil personas asistieron a una lección de astronomía. Viejos, jóvenes y niños se sentaron en la mitad oriente de un estadio enfrentando el inminente alineamiento astral. Desde un costado de esa gigantesca aula, un maestro veterano y venerado –el profesor Maza– explicó el sistema solar con ejemplos simples. Si la Tierra fuera una pelota de fútbol, entonces Júpiter sería del tamaño de… (ya no recuerdo bien esa parte de la lección). La audiencia se asombraba y aplaudía.

El propio presidente de la República y muchos invitados especiales recibieron clases de astrofísica elemental. El aula para estos alumnos VIP estuvo mucho más arriba, en las alturas precordilleranas del observatorio La Silla. Allí, un científico explicó que, con los sofisticados instrumentos del observatorio, serían capaces de medir “la polarización de la corona solar”.

Preparándonos para el eclipse aprendimos que la ciencia no está reñida con la poesía. Dentro de la sombra que la Luna proyecta sobre la Tierra se distinguen la umbra, la penumbra y la antumbra. La estrecha franja oscura de un eclipse total se conoce como “sendero de la totalidad”. Cuando el sol es tapado por completo puede aparecer un efecto llamado “anillo de diamante”. Este último bautismo científico resulta obvio y cursi. Pablo Neruda lo vio y lo dijo mejor: “¿Para quién arden los pistilos/ del sol en sombra del eclipse?”.

Arriba, en el observatorio, el Presidente se caló unas coquetas gafas de color lila. Abajo, en el estadio, sólo se veían anteojos de cartulina negra. Sin embargo, creo que por primera vez en años pocos criticaron esas irritantes diferencias de alturas y calidades. Estábamos pendientes de algo mejor. ¿Qué importaba el color de las gafas cuando todos, en el balcón de Chile, nos aprestábamos a mirar lo mismo?

En el Libro I de sus Historias, Heródoto relató la “Batalla del eclipse”, ocurrida en el año 585 a. de C. El reino de los lidios y el imperio de los medos llevaban seis años enfrentados en una guerra sangrienta, sin que ninguno lograra imponerse. Durante el sexto año libraron una batalla tan feroz y empatada como las anteriores. Pero de pronto, en mitad del día, el Sol desapareció. Sólo quedó su corona vacía colgando en el firmamento oscuro. Los ejércitos depusieron sus armas y se separaron. Los reyes enemigos entendieron que el cielo no deseaba que pelearan. Cuando la luz volvió convinieron una tregua y luego firmaron un tratado de paz. Para refrendarlo, una hija del rey de los lidios se casó con el hijo del monarca de los medos. Sus pueblos vivieron en armonía durante largos años.

Es posible que los eclipses produzcan, aún hoy, ese misterioso efecto pacificador. El ardor de las verdades absolutas, solares, es eclipsado por una sombra que invita a la duda y a la reflexión. Durante este brevísimo lapso de oscuridad el país se vio menos polarizado. Las redes sociales llamearon y quemaron menos. Puede que incluso nuestros dirigentes entrevieran que sus brillos y coronas son transitorios. Todos parecimos dispuestos a aprender algo. Gracias al eclipse.


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