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¿Cómo despedir a esos leales y peludos compañeros cuando comienza la cuenta regresiva para su muerte? Se les ama hasta sus últimos días
Mi perra tiene cáncer. Morirá. Supe esta condición insalvable de la vida (o fui consciente de ella) desde el instante en que sentí los latidos de su recién nacido corazón en la palma de mi mano.
—Se llamará Mía— dijo Fiera.
—¿Por qué? —dije, a modo de protesta más que de pregunta.
Fiera acercó a mi oído la bola peluda. Sus gruñidos fueron nítidos, como si un liliputiense pisara a fondo el acelerador de un Hot Wheels con la palanca de velocidades en parking.
—¿No es una belleza? —Sonrió—. Nos odia, mírala, es un bolloemiarda*.
La premonición de que viviría bajo el mismo techo que la hija de Cujo falló. Al crecer, Mía se convirtió en una perra contemplativa. Silenciosa. Casi autista. Fiera sostiene la teoría que los perros imitan el comportamiento y las mañas de sus amos, tal como lo hacen los hijos humanos de sus padres humanos.
—Es idéntica a ti, siempre quiere estar sola, lejos de la gente— me reclama mientras la observa— Te jodes, también soy tu dueña.
Los motores del cochecito Hot Wheels se activan al sentir los abrazos de Fiera rodear su cuello.
—¿Qué es esto?— dijo Fiera, palpando una protuberancia.
En la veterinaria la doctora nos ha dicho que dentro de las malas noticias no todas son tan malas. El cáncer se encuentra en fase 1 de 3. Si hay suerte, puede permanecer en la primera etapa, siempre y cuando cada que detectemos el brote de una nueva verruga la llevemos de inmediato para extirparla. Sin embargo, también existe la posibilidad que la enfermedad haya hecho metástasis en los pulmones, reacción frecuente en la raza Schnauzer.
—Podemos hacerle más estudios —dijo la doctora— pero no lo recomiendo, la quimioterapia es muy dolorosa.
Seguimos su recomendación. Si estuviera invadido de cáncer haría lo mismo que Ricardo Darín en la película Truman. En vez de ponerme a llorar o emprender una lucha inútil, disfrutaría los últimos días antes de pegarme un tiro.
—No quiero que te mueras— le dice Fiera, secándose las lágrimas en su lomo peludo.
No hay gruñidos, sólo una mirada compasiva hacia su dueña, como si no fuera Mía la próxima a desaparecer.
—Todos vamos a morir — digo, sin ánimo de hacerme al valiente o al filósofo.
Al sostenerla por primera vez en mi mano, acepté las leyes de probabilidad. La cuenta regresiva había comenzado. Sería yo quien tendría que verla partir. Sufrir su ausencia. Soportar el dolor de nunca más sentir el calor de su pelaje sobre mis pies, ocho horas seguidas, vigilando que las criaturas invisibles para el ojo humano no devorasen a las musas de la inspiración que pastorean en mi oficina cuando escribo. Mía me enseñó desde su nacimiento el poder del ahora. Y me lo recordó en sus ojos sabios cada que perdía el rumbo al emplearme en los sueños de otras personas.
—Te amo— le dice Fiera, estrujándola con fuerza.
Estas dos palabras en realidad significan:
Vamos a sacarte a pasear todos los días, vamos a darte comida deliciosa, vamos a acariciarte durante horas, vamos a dormir juntos en la cama, vamos a malcriarte, vamos a complacer todos tus caprichos, vamos a hacerte feliz hasta tu último día.
—No hace falta —pienso, porque tengo un nudo en la garganta que no me deja hablar. Dar amor es la única disciplina que nos hemos permitido en casa. Durante seis años exactos. Los seis años de vida de Mía.
Sé que no existe ningún lugar después de la muerte, pero si estoy equivocado (como suelo estarlo), todos mis miedos serán espantados por una silueta ovalada que correrá a mis pies, y juntos, contemplaremos el infinito de la eternidad.
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