Se supone que durante el veraneo deberíamos descansar y pensar en cosas agradables. O aún mejor: ¡no pensar! ¿Pero cómo se hace eso? Después de un año de siniestras preocupaciones –que no cesan– muchos quedamos incapacitados para despreocuparnos.
Nos tendemos en una terraza, al borde de una piscina o en la orilla del mar y cerramos los ojos. El sol entibia nuestros músculos y los distiende. Heroicamente hemos desconectado el teléfono inteligente. Y parece que también estuviéramos a punto de desconectar nuestra propia inteligencia.
Sin embargo, bajo el velo carnoso de los párpados nuestros nervios siguen encendidos. Recuerdos y vaticinios agobiantes chisporrotean en nuestros cerebros. Nos ahogamos en las olas del coronavirus que se transforman en tsunamis. Una caída en la montaña rusa de la economía global nos sube el estómago hasta las orejas. El sindicato mundial de políticos chiflados nos acosa: un bárbaro peludo y con cuernos asalta un capitolio. Poco antes, en otro congreso, una parlamentaria farandulera corría vestida con una capa y agitando abanicos de color fucsia.
Tendido en mi tumbona puesta al sol intento librarme de esas imágenes penosas manoteándolas como si fueran avispas. Me propongo tomar las riendas de mi mente. Voy a frenarla. Quiero obligarla a pastar en las sensaciones de este instante: el lejano murmullo del mar, la brisa fresca y el perfume a resina de pino que viene del bosque. Pero mi mente es una yegua mañosa. Apenas me descuido se arranca para buscar y rumiar asociaciones de ideas (el vicio de las imaginaciones chúcaras). Por ejemplo, esa aromática resina de pino derretida por el calor me sugiere horribles incendios forestales.
Consulto mi problema con un amigo filósofo que pasa algunos días conmigo. Además de la razón él practica la meditación. Cada mañana, sentado en la postura del loto, intenta ausentarse de sí mismo. Le pregunto si alguna vez alcanzó el ansiado silencio interior. Me responde que consigue algo parecido durante unos cuantos minutos. Y me cuenta que un amigo suyo, poeta y meditador trascendental, acalla su mente durante muchas horas.
¡Siento una envidia negra! Me propongo imitar al filósofo y al poeta. Cierro los ojos, me concentro en mi respiración y repito un mantra: “om, om, om”.
En lugar de callarse mi mente recuerda una idea de Vicente Huidobro y se excita. Este poeta sospechó que la inteligencia podría ser una enfermedad que afectó a cierta especie de monos. Pudo tratarse, me digo, de un coronavirus arcaico y súperpoderoso que alteró nuestra genética. Aquella enfermedad nos agrandó el cerebro hasta convertirlo en un enorme tumor que consume el 20% de nuestra energía corporal. En esta monstruosa sesera proliferan las metástasis que llamamos pensamientos y arde esa inflamación del yo que denominamos conciencia.
El peor síntoma de esa patología es la soberbia. Nos enorgullecemos de aquella enfermedad que nos separó de la naturaleza. Pero nuestra inteligencia nos hace más tontos que los animales. Ellos pueden ser sin saber y existir sin cavilar. Nosotros hasta para dejar de pensar intentamos meditar.
Vuelvo a la carga: om, om, om. Omítete, inteligencia, ¡omítete!
*Puede leer también este artículo en la página del autor: Carlos Franz