Cultura
La Casa del Obrero en Managua, al son del mambo y boleros, recibe cada domingo a aquellos que llegan a bailar y recordar sus años mozos
¡Atención! Saque su mejor sombrero, sus viejos pantalones de tweed y sus zapatillas bien lustradas, aquí el pasado se impone, y los tenis se dejan para otro día. En la Casa del Obrero se baila con elegancia. Si no me cree, pregúntele a Concepción de Jesús Garay –blusa crema, pantalones rojos y sandalias de pequeño tacón–. Conchita, como le conocen, es mi guía en esta aventura.
Colóquese unos audífonos y empecemos este bolero:
Son las 09:45 de la mañana. Es domingo y muchos descansan. Algunos jóvenes se levantan casi al mediodía, mientras sus abuelos se arreglan para asistir a misa. Pero no todos. Están aquellos que se saltan la homilía y con espíritu juvenil, bailan al ritmo de la música de sus años mozos.
Concepción de Jesús Garay es una de ellas. Hace 16 años esta septuagenaria llegó por primera vez a la Casa del Obrero para superar la profunda depresión provocada por la muerte de su esposo.
Cuando puso un pie en el salón de baile, se sintió desubicada. No conocía a nadie y le incomodaba estar sola. Lo único capaz de inyectarle alegría fue el ritmo de La Sonora Matancera. La agrupación cubana fundada en 1924 le era conocida: formó parte de su juventud y sonó en sus quince años y en su boda.
Un viaje al pasado
Conchita me está esperando en la entrada de la Casa del Obrero. Lleva el pelo bajo un aro, las uñas con esmalte rojo, los labios con un tono más intenso y en las mejillas un sutil rubor rosado. Al verme me reconoce. Levanta su mano y me saluda como si llegara de visita a su casa. Luego me invita a entrar al salón.
La sala principal del edificio es amplia y también lo es la “pista de baile” que permanece rodeada por sillas de plástico blancas. El diseño de la estructura evoca la nostalgia de la antigua Managua. Construida en 1940 bajo el mandato de Anastasio Somoza García, esta casa de taquezal nació para acuerpar un discurso «populista» de Somoza García, quien buscaba congraciarse con los obreros y los sindicatos a su favor, también conocidos como sindicatos «blancos», recuerda el historiador Nicolás López Maltez.
Hoy, custodiado por mi guía, saludo a una docena de señoras que desde temprano están ahí. Conchita es un personaje especial aquí, todos la conocen y abrazan.
El ritual
No es una regla general, pero sí muy practicada. En la Casa del Obrero se evoca al pasado de la manera más fiel posible: desde los zapatos hasta el peinado. Y con la música sobre todo. Y es que el sonido es tan de antaño, que debe acompañarse con una buena vestimenta, dicen los bailarines.
Los señores desempolvan sus sombreros al estilo de Frank Sinatra y las señoras calzan sus mejores sandalias. Ellas usan labiales rojos y se retocan las uñas, evocando a la mítica actriz de La Dolce Vita, Anita Ekberg.
Conchita, mi chaperona, nos invita a sentarnos en una de las mesas colocadas fuera de la pista de baile. Luego, se prepara un trago de ron con Coca-Cola y a mí me ofrece un vaso, solo con hielo y gaseosa.
La plática empieza y los parlantes se encienden. La música suena fuerte y para poder conversar las personas deben hablarse al oído. Son las 10:15 de la mañana, el sol está radiante y La Sonora Matancera empieza a encender el día.
La Sonora, Pérez Prado, Los Hermanos Cortez, el trío Los Panchos… Son agrupaciones musicales que no todos los jóvenes conocen o han escuchado. A veces las radios locales evocan sus melodías y algunas canciones tienen presencia en Spotify, sin embargo, los bailarines que me acompañan dicen que los chavalos la tildan como «música de viejos».
Lo cierto es, como dice Conchita, “con esta música uno se puede enamorar”. Aunque ella nunca lo ha vuelto a hacer. Desde que murió su marido, no se ha fijado en otro señor “por respeto”.
— ¿Y si la sacan a bailar? —le pregunto.
— Pues bailo —me dice entre risas.
— ¿Y no se ha vuelto a enamorar? —me atrevo a ser más directo.
— ¡Qué va ser! —Responde—, pero hay gente que hasta se ha casado aquí, gente que se ha enamorado. Yo no, no vengo a eso.
Unos minutos después, entran al salón “los coronados”. Así fue bautizada una pareja de casados que llegan todos los domingos a bailar. El marido lleva un sombrero caqui y pantalón azul oscuro. Su esposa, un vestido violeta, sandalias negras y el pelo cano y corto.
La música no ha parado. Un joven controlista desde la tarima se encarga de las canciones. Todavía no empieza la fiesta. Son las 10:30 y la gente comienza a llegar.
El único que baila es Róger Amador, un señor de ochenta y tantos años y contextura sólida. En cuanto sonó la primera canción, sus pies fueron atraídos por una fuerza desconocida a la pista.
Sus pasos son rígidos y lentos, carentes de movilidad, pero esto no le impide dar algunos saltos característicos del cha-cha-chá. Al terminar una canción, cambia de ritmo y pasa a la otra pieza. Seis minutos después y dos temas bailados, decide sentarse en las sillas blancas que rodean la pista de baile.
Pasos básicos de un bolero
Pareciera fácil, pero no lo es. Conchita afianzó su baile en esta escuela y muchos aprendieron aquí. Y es que hay tanta complejidad en el bolero: paso cuadrado, básico en diagonales, balanceado hacia adelante o hacia atrás, cruzado de la chica, y muchos más.
Yo no lo intenté, pero aquí no hay que tener un diplomado en bolero, ni siquiera identificar estos complicados nombres. La música suele bailarse mejor con el corazón y más cuando este ha vivido las vicisitudes de una vida entrada en años.
Observo los pasos de Hercilia Jiménez, amiga de Conchita: punta, punta, tacón, punta. Punta, punta, tacón, punta.
Es difícil seguirle el ritmo. Lo domina con maestría, pues desde hace seis años viene a este lugar y afirma haber sanado aquí los dolores en sus articulaciones.
Conchita también cree que el baile ha disminuido su artritis. Sus doctores la animan a no dejar esta práctica que tantos beneficios le aporta. Sus hijos, todos casados, también la apoyan. Ellos saben que los domingos la madre es intocable, su cita es la Casa del Obrero y nadie le impide ir.
— Cuando yo pongo un pie aquí, se me olvida todo —comenta—, esto es lo que me hace vivir.
Llegado el mediodía, todos se dispersan en la pista de baile. ¿Se acuerdan de Róger? Sigue meneándose con el cha-cha-chá, siempre solo, pero feliz. Conchita baila con sus tres íntimas amigas. «Los Coronados», en una esquina, danzan solos y abrazados, entregados a la música y al amor.
Yo por mi parte, muevo los pies en una silla blanca y marco el paso al ritmo de los trompetazos. Observo la pericia de Hercilia Jiménez y prometo que para la próxima invitaré a una amiga para que terminemos de bailar esta pieza juntos.
Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… ¡Mambo!