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Las consecuencias de la paralización son muchas, pero sería más alto el precio que pagaríamos si no se hiciera nada al respecto, como es el caso de Nicaragua.
Al momento que escribo este texto, tengo 13 días de no salir de mi casa, más que en un par de ocasiones para hacer compras. Vivo en un barrio de Brooklyn, en Nueva York. Mi casa está a unos 20 minutos caminando al tren más cercano, por lo tanto, me toca tomar un bus que me conecte al tren que me lleva directo a mi oficina. Ese viaje de puerta a puerta son mínimo una hora y quince minutos diario, de ida y de regreso. Y digo mínimo porque no estoy contando todas las horas de mi vida que he perdido cada vez que el tren está atrasado, o nos quedamos atrapados porque alguien necesita atención médica, o hay un fallo técnico, o porque alguien anda caminando en los rieles.
El primero de marzo se confirmó el primer caso de coronavirus en el estado de Nueva York, hasta ese momento no se sentía como una amenaza mayor. Al par de días diagnosticaron el segundo caso, se trataba de un señor que trabajaba en Midtown, una de las áreas de la ciudad donde se concentra un gran número de oficinas, con mucho comercio y turistas por donde se voltee a ver. En uno de esos tantos edificios trabajo yo y fue entonces que comencé a percibir el peligro de la pandemia a la que estamos enfrentándonos.
De un momento a otro, el tema central en todas las conversaciones era el coronavirus. La gente comenzó a preocuparse y las autoridades a tomar medidas para evitar la propagación. El movimiento y aglomeración de todos los días empezó a disminuir, cada día eran menos personas caminando por las calles, haciendo fila para pagar el almuerzo, para pagar en la tienda o en el café, para entrar al museo, para tomarse una foto frente a una famosa escultura o edificio. Así mismo se fue disminuyendo la cantidad de gente en los trenes, no totalmente, pero por lo menos ya no parecíamos sardinas en las horas picos. Eso me tranquilizaba. Pero a medida que iba evolucionando la situación (literalmente cada día, hora y minuto) todo empujaba a que la lógica era que nos quedáramos en nuestras casas.
El jueves 12 de marzo fue el último día que fui a trabajar. Desde que me desperté me sentía corta de aire y como con una presión en el pecho, pero bueno, traté de no ponerle mucha mente. Me alisté y tomé mi café. Ya equipada con mis guantes, bufanda y servilletas por si tenía que estornudar por la alergia, estaba lista para un día más en el cual la meta era llegar a mi escritorio sin contagiarme. Durante el viaje del bus todo bien, había gente, normal. Llegué al tren, y bueno, habían sillas donde sentarse (eso es un progreso). La preocupación comenzaba cuando se escuchaba a alguien toser o estornudar, y volteábamos a ver disimulando, otras veces no tanto. Cada vez que llegábamos a una parada la vista se dirigía a las puertas para ver quién entraba y salía, quién parecía tener algún síntoma, quién se tocaba la cara, quién estornudaba en su puño y acto seguido se sostenía de un tubo, etc. Era una observación y autoobservación casi obsesionante, una tensión tangible.
Los síntomas que sentía se fueron aumentando a medida que avanzábamos, estaba teniendo un episodio leve de ansiedad. La amenaza era inminente y real, pues toda persona sabe que los trenes de esta ciudad y cualquier transporte público en el mundo son la cápsula perfecta de transmisión de gripe, influenza y ahora de coronavirus covid-19. Al llegar a la oficina, no le quise comentar a nadie lo que sentía, pues no quería exponer mi paranoia a mis colegas. El alivio a la fatiga llegó cuando ese mismo día nos informaron que nos preparáramos para comenzar a trabajar desde la casa, lo cual significaba solo preocuparme por no contagiarme en la hora y quince minutos que me tomaría regresar.
Nueva York es una ciudad totalmente aglomerada, somos un poco más de ocho millones de personas compartiendo espacios, pero sobre todo el transporte público (todos los días, 24/7, sin parar, énfasis en SIN PARAR). Fácilmente podemos imaginar cómo esta situación puede salirse de control. El simple hecho de tomar el tren es una amenaza y con toda la razón ese último día tuve ese episodio. Ahora que lo veo desde otra perspectiva, mi temor no es tanto por enfermarme, sino la situación de incertidumbre y cambio drástico en general.
La ciudad que tiene fama de nunca dormir se miraba obligada a paralizarse. Es un esfuerzo que aún está en marcha a medida que el panorama sigue y sigue cambiando. Al 26 de marzo, el estado de Nueva York es uno de los epicentros de contagio donde se contabilizan alrededor de la mitad de los casos a nivel nacional, con más de 33 000 casos confirmados y 366 muertes. Hay muchos factores que hacen que sea muy complejo poder detener completamente esta monstruosa ciudad, pero con mucho sacrificio poco a poco se está haciendo, pues las consecuencias de la paralización son muchas, pero sería más alto el precio que pagaríamos si no se hiciera nada al respecto, como es el caso de Nicaragua.
Hace unos días soñé que iba en el tren y no había absolutamente nadie, era un viaje tranquilo. Ahora solo queda esperar a ver cuándo retomamos la rutina, esta vez, teniendo la experiencia de haber sobrevivido una pandemia, una lección de vida o muerte para la humanidad.
*Este texto es parte de la serie CróNicas, publicada en la Revista Niú, a partir de este 16 de marzo, sobre las experiencias y reflexiones de cómo los nicaragüenses en España y Estados Unidos viven las medidas de confinamiento. Te invitamos leer más testimonios en este enlace.