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El equipo de negociación de la Alianza no está en capacidad de lidiar con la estrategia extrema de Ortega que se aferra al poder
El señor Héctor Mairena acaba de publicar una nota con el provocativo título de “¡Disparen a la Alianza!”. Antes de entrar en tema, dos breves apuntes. Uno es que el artículo es más bien un llamado a que cesen las críticas a la Alianza Cívica, que han aumentado exponencialmente en los últimos tiempos. El otro es que ignoro si la postura expuesta por el señor Mairena representa oficialmente la del partido al que dice pertenecer, el MRS. Sería interesante esta aclaración. A los ojos de alguien que vive fuera de palacio, como yo, dicho partido parece en ocasiones estar con y contra; declaraciones recientes de algunos de sus voceros más conocidos sugieren mayor, no menor, cercanía al proceso de diálogo liderado por la Alianza.
¿El fin de la Alianza?
Regresando al artículo, el S.O.S. o bandera blanca a favor de la Alianza ocurre en momentos que podrían ser definitivos y definitorios para el grupo. A medida que se acerca el plazo de las diferentes sanciones internacionales programadas contra el régimen orteguista, emerge con mayor claridad el muro que separa la propuesta de salida negociada con la realidad, y se hace evidente que la Alianza, atrapada entre una enorme presión ciudadana y la intransigencia del régimen, parece descubrir lo que sus críticos han advertido repetidamente: la transacción que permitiría un “aterrizaje suave”, una transición conversada hacia la democracia no existe. Y si esta posibilidad desaparece, la Alianza pierde su razón de ser.
Mercadotecnia versus análisis
Con esas circunstancias de trasfondo, el artículo del señor Mairena merece atención, por representar, no solo una postura táctica, defensiva de la Alianza, sino por esconder una de las tradiciones, y visiones del futuro, que están en juego en el conflicto.
Empecemos por la forma. “No disparen a la Alianza, que no es el blanco”, es una frase de corte mercadotécnico; busca antropomorfizar a una institución cuya imagen pública ha caído considerablemente, y cuyo perfil la población asocia con creciente desagrado al de “grandes empresarios”, o peor aún, el de “políticos pactistas”. La idea es, por consiguiente, reemplazar dicho perfil por el de “esforzados ciudadanos” que sufren la ingratitud del pueblo por el cual se arriesgan en una lucha del bien contra el mal. De ahí la insistencia en que “Ortega es el verdadero enemigo”, es decir, el único.
Pero esta aseveración es falsa. Ortega no es el único enemigo. Hay toda una estructura de poder que bloquea el camino de los ciudadanos a la libertad y a la democracia. En la construcción de esa estructura participaron activamente y para su exclusivo beneficio “los señores banqueros”, para usar la frase de Monseñor Mata.
Durante más de una década, la manifestación política de su poder fue el cogobierno entre Ortega y los grandes empresarios, hasta que en abril de 2018 la insurrección cívica empujó a estos últimos a distanciarse públicamente del régimen. A pesar del ceremonial de divorcio, la evidencia sugiere que los señores banqueros han buscado apenas suficiente distancia para proteger sus intereses ante un inminente colapso político, pero no la necesaria para abrazar sin ambages las metas ciudadanas de libertad, democracia, y justicia. Su propaganda, por supuesto, lo niega. A los escépticos, quisiera preguntarles: siendo la complicidad empresarial con la dictadura de tan vieja data y tan incuestionablemente documentada, ¿es mucho pedir que gente con un historial democrático más limpio represente a la ciudadanía? ¿Es creíble la afirmación del señor Mairena de que da igual quiénes se sienten a la mesa de negociaciones? ¿No es de elemental prudencia no dar a los zorros la llave del gallinero?
La cortina de humo
Negociar, por supuesto, no es pecado mortal, si se negocia con firmeza y se cede únicamente aquello que éticamente es permisible ceder; si se negocia en buena fe, es decir, sin sacrificar los intereses de la mayoría para rescatar los de unos pocos. Este es un problema fundamental para la Alianza: ha firmado acuerdos con la dictadura que, en lugar de restaurar el respeto a los derechos constitucionales de los ciudadanos, reconoce por escrito menos derechos que los que incluye la Constitución.
En el proceso, o a cambio de él, ha abandonado la lucha no violenta, inclinando así la correlación de fuerzas a favor de la dictadura. Incluso, en el ámbito internacional, la Alianza dificultó hasta hace poco la campaña por aplicar sanciones al régimen, al crear la impresión de que el diálogo podría estar avanzando en dirección a una salida negociada. En ambos casos la estrategia de la Alianza ha construido una cortina de humo tras la cual los grandes empresarios han podido esconder su pasividad ante el régimen y justificar su renuencia a atender los llamados a unirse a la lucha que gran parte de la población les ha hecho. En el fondo, la cortina de humo encubre los esfuerzos del alto empresariado, de los señores banqueros, para contener la lucha de grupos sociales de los que desconfían, y por hacer que su prioridad (estabilidad económica con beneficios) se imponga sobre la prioridad social (justicia y democracia).
El baile de máscaras
Con mucha frecuencia, las cortinas de humo funcionan bastante bien. Para desgracia nuestra, son parte integral de la lucha política nicaragüense. En Nicaragua, encubren una farsa que transcurre en dos niveles. En uno, los prestidigitadores y tránsfugas que sirven a los intereses de los amos del país. En otro, en casi inexpugnable privacidad, los amos se juntan para conspirar, libran sus batallas, firman sus pactos.
El actual proceso de diálogo es un ejemplo clásico de esa doble realidad, de la mentira estructural en la política nica. El proceso estuvo a punto de escapar del molde cuando, bajo una presión social sin precedente, se obligó a la dictadura a enfrentar a una representación popular amplia, aunque escogida por la Iglesia, y a hacerlo en público, ante las cámaras. Muy rápidamente lograron las élites revertir la forma hacia el ambiente controlado que mejor manejan: el salón secreto, las reuniones no anunciadas al público, entre un reducido número de agentes de las facciones en pugna (o empujadas a la pugna por la crisis).
A partir de ahí, han vuelto a jugar bajo sus viejas reglas, sin el menor escrúpulo, al punto de que actores que sufren este “padecimiento” ético, como la Conferencia Episcopal, decidieron pudorosamente apartarse. Para otros, ha habido diferentes formas de exclusión, desde cárcel y exilio hasta relegación a suplencia. Y para el público en general, el llamado a la “fe”, la propaganda constante advirtiendo que la Alianza y la delegación del gobierno, es decir, los agentes de una y otra facción de las élites, de alguna manera representan a la nación en la búsqueda de una salida pacífica a la crisis. Esto es lo que escuchan los seguidores de Ortega, con la respectiva demonización de los partidarios de la Alianza, y los partidarios de la Alianza, con la respectiva demonización, no solo de los partidarios de Ortega, sino de todo aquel “radical” que se atreva a cuestionar las directrices que en última instancia provienen de los grandes empresarios.
Nada de esto es especulación. Si en algo se han equivocado los políticos de viejo cuño y sus patronos, es en ignorar que la sociedad nicaragüense atraviesa un momento de hastío y despertar, y que las tecnologías modernas ayudan a que se investigue, filtre y distribuya ampliamente la realidad que ocultan. Así es que el pueblo sabe de las agendas y reuniones paralelas, sabe y reacciona ante la mendacidad de las élites. Así es que hemos llegado hasta la actual situación, en la que los restos de la Alianza—que no es, de ninguna manera, la Alianza original, sino un puñado de selectos por “los señores banqueros”—resiste hasta el último momento dar por terminada la farsa del Diálogo 2.0.
Y sin embargo, colapsa
Pero, aunque no quieran, es muy probable que no tengan más remedio que hacerlo. El equipo de negociación de la Alianza no está en capacidad de lidiar con la estrategia extrema de Ortega. Carecen del apoyo de sus organizadores (el alto empresariado) para dar voz a las demandas que el pueblo exige. Pero lo más importante es que carecen de opciones legítimas de negociación, porque no hay nada que puedan ofrecer a Ortega que sea suficiente para que este baje del poder, a menos que sea una nueva oportunidad de gobernar desde abajo, oportunidad que involucra necesariamente impunidad, lo cual en las presente circunstancias equivaldría a un suicidio político. Y esto, asumiendo que el delirio de poder de la familia genocida amaine y en un momento de lucidez acepten negociar su salida pacífica del atolladero.
Desafortunadamente no hay señal de que este escenario esté cerca, lo cual augura aún más dolor para Nicaragua, antes de que pueda avanzarse hacia la democracia.