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El monstruo de mi madre

Los monstruos de mi madre

Imagen del más reciente libro de Alberto Sánchez Argüello Foto: Cortesía | Niú

Recomiendo sin dudarlo la novela de Alberto Sánchez Argüello, El monstruo de mi madre. Es una gema por la talla, el peso, el color y el brillo, y sobre todo por su nitidez, su autenticidad. Elegí leerla en primera instancia por quien la escribe: Alberto Sánchez Argüello, autor de microficciones reconocido en muchas antologías¹ latinoamericanas y españolas; en segundo término, por sus cuentos para niños, que también han merecido premios, incluso por sus ilustraciones.

Me ha deleitado la calidad de sus liliputienses narrativas y admiro su ingenio en un género difícil por breve −ya el economista E. F. Schumacher nos hizo saber que “lo pequeño es bello”. Y criterios literarios aparte, su cuento Ítaca ha cautivado a mis nietos, jueces inclementes en razón de su edad. El tercer motivo, y quizá el más atrayente, fue el título de la novela, que a mis oídos suena a sacrilegio porque asocia lo monstruoso con la figura de la madre, cuando el estereotipo exige que la consideremos sagrada. En sus charlas registradas en YouTube, Borges ha dicho que “monstruo” significa algo que amerita ser mostrado en razón de su carácter extraordinario, su valor, su anormalidad o su gran tamaño, observación que coincide con su origen etimológico². Sin embargo, coloquialmente lo monstruoso es lo horrible, lo cruel, lo perverso o anormal. Así, asociar madre con monstruo resulta blasfemo. Y, para qué negarlo, siempre me he sentido atraída por todo cuanto rompe las reglas, desmitifica símbolos, derriba pedestales y huye de los lugares comunes.

Me gustó. Y me gustó más allá de la consideración de que pudiese representar una catarsis o una terapia del autor o una memoria que se narra para conjurar a un fantasma. Claro que todo ello es importante, pero aun siendo así, reconozco que convirtió su propia vivencia en un recurso literario que ha resultado magnífico. Guardando las distancias, es un poco como Kafka en su Carta a mi padre, y más cerca, la Carta a mi madre, del prolífico escritor belga Georges Simenon, cuya obra epistolar comienza con este conmovedor y turbulento párrafo:

Hoy hace tres años y medio, aproximadamente, que moriste…y tal vez hasta ahora no haya empezado yo a conocerte. Viví…en la misma casa que tú, contigo, y, cuando me separé de ti… seguías siendo una extraña para mí.

Pero la razón de mi aprecio no es la motivación del autor. No, esta novela de Sánchez Argüello me gusta porque encuentro en ella literatura pura, y quedé gratamente deslumbrada. Ya dije que me pareció un pequeño brillante: breve, pulido, diáfano, genuino y sin trampas. La estructura es novedosa: son dos narradores que van alternándose capítulo de por medio: dos voces en primera persona, que son los personajes principales (madre e hijo), narrando cada cual lo suyo, sin mezclarse, sin comunicarse, en capítulos separados, como si fuesen ajenos uno del otro.

Así resultan dos narrativas en una sola novela, en que el autor se pone en los zapatos de cada uno, y al mismo tiempo interviene en el epílogo. Este modo de estructurar el relato me hizo sentir que Sánchez Argüello iba escribiendo a medida que yo leía, o más exactamente, iba pintando en un cuadro esas vivencias paralelas que ocurrían al mismo tiempo que yo leía, era yo adivinando y asociando las trayectorias zigzagueantes de cada protagonista, porque la novela no es lineal. El autor parece trazar pequeñas pinceladas dispersas y grises sobre un lienzo blanco, como finas siluetas al carbón que luego toman su forma, luz y color, y desaparecen los grises para dar paso a un paisaje completo, claro e iluminado.

El tema de las madres en la literatura, que siempre encierra mucho de autobiográfico, suele abordarse más desde la poesía, y resulta relativamente escaso en la novela. Y en cualquiera de los géneros no es común que se presente a la madre como un sujeto activo. Y esto es lo que destaca en esta narración: la madre es el personaje más presente, la que más habla/piensa/recuerda/cuenta. En la literatura las madres se perfilan a través de lentes complacientes y romantizados en razón del valor que se le asigna a la maternidad: son bondadosas, dulces, sacrificadas, abnegadas, lindas, víctimas, amorosas, casi perfectas. También se le ha ubicado (en la novelística) como una excusa para entrelazar la historia propia y/o la de otros personajes o procesos sociales, y aquí incluyo el gran clásico de Máximo Gorki, La madre³. Por supuesto que existen muchas excepciones, u otras caras de la moneda, en las narrativas recientes sobre las relaciones maternofiliales. Debido a la evolución del feminismo, a las luchas sociales y a las complicadas relaciones intergeneracionales ahora se desmitifica el concepto, se valora críticamente y se desmantela la visión sentimental, sexista, estereotipada y conservadora con que se había venido representando a las madres en la literatura⁴. Sánchez Argüello, tambien contribuye a romper el tabú que ha representado el tema de los trastornos bio-siquícos y mentales.

Volvamos a la complejidad de la estructura, contada a dos voces autónomas (no en diálogo, sino en monólogos paralelos), cuyos relatos sólo se articulan porque el lector sabe que existe ese vínculo maternofilial que cada cual refiere en sus recuerdos. Además, por el hilo de lo que ambos van recordando en solitario, con amargura, tristeza y desde sus propias perspectivas, hasta que finalmente, cada cual por su lado, encuentran sosiego. Una es la voz del hijo niño con su memoria y sus sentimientos atorados que va cargando conforme va creciendo, y ya adulto los suelta; la otra es la voz de Lidia, la madre, que se encuentra viviendo dolorosamente un solo momento, uno crucial y desde ahí, ensimismada, rememora situaciones triviales y dramáticas de todas las etapas de su vida: niña, adolescente, mujer, esposa y madre. Lo hace ensimismada, desde dentro y para sí misma, pero con la antena alerta para sus seres más queridos: sus hijos y su esposo. Esto no debe ser sencillo. Salvando las distancias, me hizo pensar en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, que siendo el personaje un anciano agonizante, narra toda su vida, la interior y la exterior, en sus chispazos de lucidez.

Encontré además que como en Rayuela, de Cortázar, que se puede leer de varias maneras, en esta novela las narrativas de cada personaje se pueden leer y comprender por separado, prescindiendo de la del otro protagonista; es decir, si se leen sólo los capítulos pares, y luego sólo los capítulos nones, el resultado es extraordinario. Se leen como dos relatos paralelos.

La novela hace gala de economía en las palabras, no requiere pormenores ni abunda en los detalles: su prosa, su música y su textura son delicadas y tersas. El tejido se va revelando con pocos trazos, pero medidos con exactitud. Sánchez Arguello apenas nos esboza el contorno, un par de líneas bastan para ubicar el tiempo, el contexto, los personajes: la estrofa de una canción, el nombre de un lugar, eventos históricos memorables que vivieron o se encuentran insertos los protagonistas. No hace falta más para estremecer al lector. Esa sobriedad nos hace deducir, adivinar, imaginar, como el mismo autor reconoce al final: “Ahora los ojos lectores que recorren esta novela recrearán a mi madre a su manera, ¿Qué pensarán de ella? ¿Cómo será la voz que resonará en sus mentes? Al final resonarán tantas Lidias como lectores tengan estas páginas”.

Su prosa es llana, inteligente, directa, sin adjetivación rebuscada, sin barroquismo. Por ejemplo: “aquella imitadora del Doctor Jekyll, que sin necesidad de un suero especial se convertía en una maniática señora Hyde”, dice el narrador. Y la narradora: “¿Estarán asustadas mis células? Yo no siento temor, apenas ansiedad por tantas horas que ya no puedo medir”. Frases breves que a veces parecen poesía en prosa: “Frente a mí el vacío. Una infinita nada de cielo y horizontes fundidos como un lago que refleja el cielo. Camino desnuda. Siento un piso que no veo. No tengo frio ni calor. No hay aire, pero no necesito respirar”.

Otro valor es que el autor entrevera estrofas de grandes poetas que parecen alumbrar cada capítulo como advertencia al lector: he aquí la esencia humana que subyace en cada giro de esta historia: E. Cardenal, De la Selva, Pessoa, Rimbaud, Borges, e incluye dos hermosos poemas de su autoría. Y además rescata otro valor que parece extinguirse en la observancia de la cultura nicaragüense: la poesía de Lino Argüello (Lino Luna), cuya efigie de yeso blanco cubierto de polvo acompaña en el Parque Jerez a los demás grandes poetas originarios de León.
Finalmente son dignos de atención los raros, tenebrosos y enigmáticos dibujos del autor que estampa como sello propio en cada capítulo, tal vez queriendo decirnos: soy yo, precisamente yo, quien hace esta pequeña, honesta, y a fin de cuentas, dulce reverencia al monstruo de mi madre.


  1. Entre otras antologías: Flores de la trinchera, Muestra de la nueva narrativa nicaragüense (2012); “Destellos en el cristal”, antología de microrrelatos, Revista Digital Internacional Microcuentista (2013); 99 crímenes cotidianos, antología de microficciones (La Pulga Editorial, Madriz 2015); Antología de la minificción del rio Bravo hasta la Patagonia (Xochimilco 2016); Antología Iberoamericana de Microcuentos, Editorial Torre de Papel, (2017); Tierra Breve, Antología Centroamericana de Minificción (San Salvador, 2017).
  2. Según el Diccionario Etimológico Castellano en Línea, esta palabra viene del latín monstrum, que dado el sentido religioso de esa lengua, denotaba un prodigio, un suceso sobrenatural que testimoniaba una señal de los dioses. De monstrum se deriva mostruosus, mostruositas y especialmente los verbos mostrare, demostrare…
  3. En la novela de Gorki, la madre (Pelagia) es madre de todos, de sus hijos y de los demás. Solidaria, sacrificada, valiente. Es el símbolo de la madre de la patria y la revolución.
  4. Algunas obras que se inscriben en este enfoque desmitificador son por ejemplo Apegos feroces, de Vivian Gornick, un clásico autobiográfico; La mejor madre del mundo, (título irónico), de Nuria Labari; El nudo materno, de Jane Lazarre; Una muerte dulce, de Simone de Beauvoir; Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff; El libro de mi madre, de Albert Cohen; Mi madre, de Richard Ford; Una madre, de Alejandro Palomas, y otros.