Entre los miles de grafitis que hoy cubren las fachadas de Santiago de Chile, leo este verso sencillo y eficaz: “Escucha tu
París, año 1793. Es el período del “Terror” durante la Revolución Francesa, madre de todas las demás. La guillotina trabaja sin descanso. El estudiante de arte, Gamelin (protagonista de la novela Los dioses tienen sed, de Anatole France), es un partidario ferviente de Robespierre y sus jacobinos. Estos han impuesto un Tribunal Revolucionario que persigue, sin piedad, a los enemigos de la revolución.
Gamelin hace cola en la calle para comprar un pan. En la cola, el joven discute y afirma que, para castigar los crímenes políticos, “no basta con un solo Tribunal Revolucionario. Es preciso que haya uno en cada pueblo. ¡Es preciso que todos los ciudadanos se conviertan en jueces!”
Cuando todos los ciudadanos se convierten en jueces, todos los ciudadanos pueden transformarse en acusados. (Algo así pasa en nuestras redes sociales.) Pero a Gamelin no lo detiene esta contradicción. Por el contrario, su pasión revolucionaria le exige proclamar contradicciones como ésa y resolverlas del modo más drástico: “¡La única salvación de la patria está en la guillotina!”
Paradójicamente, el ansia de sangre de Gamelin nace de su corazón puro. Él es un joven idealista, serio y bienintencionado. Tras muchas horas haciendo cola para comprar un pan –que debería llevarle a su madre– Gamelin regala la mitad a una mujer hambrienta. Por supuesto, ese acto de caridad particular no lo satisface, él cree que “el pueblo está más hambriento de justicia que de pan”.
Pronto, los dioses –que “tienen sed”– saciarán el ansia de hacer justicia que siente Gamelin. El vacío de poder creado por las abundantes decapitaciones despeja el camino a revolucionarios más jóvenes y exaltados, como ese pintor principiante (que además es guapo). En pocos meses, él es promovido a jurado del Tribunal Revolucionario.
Un amigo viejo, simpatizante con su causa, le anuncia a Gamelin que su trabajo en ese tribunal será fácil: “Si usted juzga por los impulsos de su corazón no podrá equivocarse y el veredicto será justo”.
En otras palabras: la mejor justicia revolucionaria es la que rima con el corazón de un juez revolucionario. Pero ese amigo viejo (secretamente desilusionado) presiente que, “como Gamelin es virtuoso, será terrible”. Y teme que esa justicia terrible, ejercida por un joven apasionado, podría socavar la propia revolución.
Gamelin asume su cargo en nombre de “el amor a la humanidad y el ansia de regenerarla.” Para lograr esa “regeneración”, el joven jurado condena a muerte a decenas, a centenares de prisioneros. Apenas escucha que un reo pronuncia opiniones distintas a las suyas, reconoce a un culpable. Está “seguro de que sólo un criminal puede tener opiniones contrarias a las de sus jueces”.
Un corazón puro exige cada vez más pureza. Pronto, el desfile de acusados incluye a los acusadores de ayer. Y luego, hasta los acusadores de los antiguos acusadores deben comparecer. Incluso los amigos de Gamelin son condenados. Al salir de su tribunal, el joven inflexible es aplaudido por las revolucionarias que tejen al pie de la guillotina. Una mañana, ellas ven caer la cabeza del propio Gamelin.
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La palabra revolución también significa girar en círculos. El Gran Terror provocó la Reacción de los revolucionarios moderados que antes fueron perseguidos (los moderados de ayer instauraron un “terror blanco” después). Luego Napoleón impuso su dictadura y el Imperio, arrastrando a Francia a la guerra imperial y a la derrota total. Veinticinco años después, la vieja y odiada monarquía fue restaurada. La “revolución” se cumplió primero en la acepción política de esta palabra, y luego en su acepción geométrica. Los dioses tienen sed es uno de los mejores retratos de ese deseo de pureza lunática que hace girar en círculo a las revoluciones.
Milan Kundera lamentó que Anatole France, Premio Nobel de Literatura en 1921, hoy esté en “las listas negras del olvido”. Pero en su tiempo, France fue un escritor muy leído y respetado: socialista, promotor de los derechos humanos, conocedor profundo de la Revolución Francesa. Como tal, Anatole France entendió que, para salvar lo mejor del legado revolucionario, era indispensable reconocer y criticar la violencia que lo manchó. Su gran novela, Los dioses tienen sed, muestra que esa violencia puede brotar donde menos la desearíamos ver. La violencia puede nacer de los corazones más puros.