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Improvisaciones

"Los espectadores que nos acercamos a ese rincón somos sorprendidos, de pronto, por aquel piano Steinway Spirio que toca solo"

     

El rincón de un escenario en un club de jazz. Un piano Steinway abierto. Una batería silenciosa. Un contrabajo acostado en el suelo, aún envuelto en su funda de cuero y fieltro (parece un borracho durmiendo una siestecita antes de que abra el club). Todo está listo para una jam session, pero no hay músicos. Y entonces el piano se pone a tocar solo. Las teclas bajan y percuten presionadas por unos dedos invisibles. El sonido de una improvisación lenta brota de la cadera negra del piano.

Esa escena fantasmal corresponde a una de las instalaciones presentadas por el jazzista y artista visual, Jason Moran, en el Museo Whitney de Manhattan. La instalación reconstruye una sala de jazz neoyorquina legendaria y ya desaparecida: The Three Deuces. Los espectadores que nos acercamos a ese rincón somos sorprendidos, de pronto, por aquel piano Steinway Spirio que toca solo. El efecto es melancólico y revelador.

Moran funde la música con las artes visuales y conceptuales. Los jazzistas que le dieron vida a The Three Deuces, las estrellas del bebop como Miles Davis o Charlie Parker, han muerto. Ese club donde ellos estiraron las noches fue demolido. Desde luego, todo puede reconstruirse. Ese rincón del club ha sido reproducido fielmente a partir de fotografías de los años 40. La música que esos artistas grabaron puede reproducirse. Los instrumentos están ahí y podrían ser tocados (de hecho, en algunos horarios, vienen interpretes que los emplean). Pero algo falta.

Lo que Jason Moran registra es una pérdida irrecuperable. Falta la experiencia irrepetible de esa noche cualquiera de hace sesenta años, en uno de aquellos clubes nocturnos. Falta ese instante cuando un cuarteto se dejó llevar por el río denso del jazz hasta una isla de sonido y sentido amalgamados. Aunque aquella improvisación hubiera sido filmada y ahora la viéramos y escucháramos, no podríamos compartir la experiencia de su descubrimiento.

Nos falta la proximidad física de esos músicos y del público: el olor de los cuerpos, el humo de tabaco, el tintineo de los hielos en un vaso de whisky que no estuvimos ahí para beber, la frase que una mujer soltó en la mesa vecina y que se entrelazó con el ronroneo del contrabajo, antes de extinguirse junto con ese momento. Todo puede repetirse menos lo mejor: la improvisación.

Aún impresionado, pido una copa de prosecco en el bar y salgo a las terrazas del octavo piso del museo. Es de noche. Una brisa tibia arrastra un lejano olor a mar. El edificio que Renzo Piano diseñó para esta nueva sede del Whitney parece un barco anclado en los muelles del bajo Manhattan. Desde el extremo de una de sus “cubiertas” se abarca una vista panorámica. A la izquierda, al otro lado del río Hudson, las luces de New Jersey titilan. Más acá, el edificio “neo-sixties” del hotel Standard monta a horcajadas sobre las líneas de un antiguo tren elevado (que hoy es el parque High Line). Ese hotel parece una pila de televisores. Sus ventanas, diáfanas desde el suelo al techo, muestran el interior de los cuartos: trozos de vidas anónimas, pasajeras. Más a la derecha reluce la torre encendida del Empire State y su colosal antena. 

Entre esas dos vistas de edificios icónicos –el Standard que juega a ser antiguo y el Empire State que fue moderno–, corren los desfiladeros más oscuros de las calles bordeadas por viejas fábricas reconvertidas en oficinas.

A mi lado, una joven que observa el mismo panorama comenta: “el Empire State no tiene gracia sin King Kong”. Puede ser, me digo. Y ahora entiendo otra cosa que percibí en la instalación de Jason Moran: en la vida, como en el arte, lo presente se llena de sentido por lo que falta. Yo, por ejemplo, siento mejor ese semicírculo de paisaje urbano nocturno, que tengo ante los ojos, cuando lo imagino como un cuadro que Edward Hopper olvidó pintar.

Bebo de mi copa de prosecco. El vino espumante pica en mi garganta. La brisa que viene de la bahía empieza a enfriarse. Algunas ventanas del hotel Standard se iluminan y otras se apagan. En mis oídos aún resuenan las notas de ese jazz que el piano tocaba solo. Su sonido marca el ritmo de mis impresiones. Impresiones tan fugaces como el ánimo que las percibe. El hombre que siente y las circunstancias que lo estimulan, son fantasmas inminentes. Fantasmas que improvisan esa música irrepetible que llamamos vida.


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