“Mamá, mamá … quiero a mi mamá”, dice entre la realidad y el delirio prendida en calentura (fiebre), Sarita, una niña migrante de apenas nueve años, que al parecer tiene los fatales síntomas del coronavirus.
Está sola en medio de esta tribulación pandémica. Sin sus padres. Viven en una especie de pequeña y escondida aldea al sur de Miami, en la Florida. Las duras leyes de inmigración la separaron drásticamente de su madre mediante una deportación hace año y medio. Los familiares que la cuidan, no la llevan al hospital por miedo a ser arrestados y deportados por oficiales del servicio de inmigración ICE, por ser indocumentados también.
Aunque las autoridades, como los alcaldes, han anunciado que si un inmigrante tiene los síntomas del virus mortal, puede acudir a un centro de emergencias de un hospital sin ningún temor, ya que no se le harán preguntas sobre su estatus migratorio.
Inocentes en medio de la pandemia
Ellos son como inocentes animalitos de monte. Ariscos y desconfiados. No creen en la palabra de nadie. No se acercan a ningún centro de ayuda ni de atención pública. No tienen seguro médico y necesitan un número de seguro social para acceder a la ayuda del Gobierno, por lo que están lejos de ser una carga pública, contrario a lo que dicen muchos gobernantes. Más bien son víctimas del abuso de su mano de obra.
Visten humilde y algunos, aunque jóvenes, sus rostros se les ve arrugado y han perdido su dentadura. Tienen sus propias costumbres, como la de hablar en su dialecto, se automedican comprando sus propias medicinas. La mayoría son migrantes guatemaltecos que todavía hablan Nahuatl. Son más de 20 niños y niñas fuera del sistema de salud gubernamental. Así vive la pandemia la niñez migrante en Estados Unidos.
Los productos a base de hierbas medicinales, como té y otros medicamentos los adquieren en lugares alternativos como la Farmacia 22-24, que tiene varias sucursales en las ciudades de Sweetwater, Hialeah y la Pequeña Havana, donde siempre hay una doctora, que atiende y escucha a la gente, para luego medicarlos, según los síntomas.
Solos y desamparados como migrantes
En el caso de Sarita, quien tiene una toalla mojada en la frente para bajar la fiebre, toma jarabe de jengibre, miel y menta para la tos y acetaminofén. La bañan constantemente, le ponen hierbas y ungüentos en el pecho e infusiones para respirar a base de eucalipto, como en el tiempo de nuestros tatarabuelos.
Ellos no saben si tiene la enfermedad covid19 o quizás es una fuerte gripe. Sin embargo, toman las precauciones para no contagiarse manteniendo distancia, llevan tapabocas y se quedan obligatoriamente en casa, pero sin comida. “Nos sentimos solos y en desamparo en este país. Si nos enfermamos como Sarita, no vamos a ningún hospital. Nos quedamos en casa, tomando nuestras medicinas y orando mucho. Nos curamos con la mano de Dios”, dicen.
Trabajan en la agricultura, en la recolección de verduras y frutas sin ningún derecho laboral ni beneficio social. Pero con la crisis económica, la cosecha se perdió, debido a la poca demanda, todos los restaurantes cerraron por el toque de queda. Ahora unos no tienen trabajo, y a otros, les han reducido las horas laborales en las parcelas.
Aprovecharse de la situación del migrante y abuso excesivo de su mano de obra eso sí es denigrante. He visto cómo se sacrifican por llevar el pan a la mesa de sus familiares. He visto también cómo la población estadounidense tiene el pan en la mesa gracias a la y los migrantes que vienen de países lejanos a construir sus edificios y a recogerles las cosechas sin ningún derecho laboral, ni beneficio social. Aún así, los migrantes en situación irregular son la basura en el ojo de los gobernantes de turno. La ingratitud es así.
Este texto fue publicado originalmente en Ciudadlatina.