Perfiles
El coraje silencioso de mi madre, y la "fórmula confidencial" que descubrió para salvar la economía de su familia
Ella era una hija, esposa, madre y abuela dulce y emprendedora. El sentido de familia fue eternamente la razón de sus días y sueños. El esposo –existencia azarosa y vital– tocó fondo, mientras reconocía ser incalumniable, pues todo lo que de él se hablase en mal, era cierto. Pero nuestra loba bravía nunca tuvo quietud ni podía quedarse inerte ante un marido víctima de licor y depresión. Aclaro que esta historia ocurrió antes de que su compañero de vida resurgiera de cenizas y dolores, para reinstalar la otrora felicidad del hogar por él arrebatada, cuenta pendiente que en su momento logró saldar con creces.
A finales de los sesenta, los hechos desencadenaron la inevitable bancarrota familiar, que puso en aprietos bienestar y subsistencia en un hogar estable y frugal. Aquella ama de casa, de primaria aprobada, explotó en coraje silencioso, del que nunca hizo gala ni ostentación. Así, cada dos días llegaba de la finca una pichinga de leche urgida de amasar la borona y seguidamente palmear las húmedas cuajaditas en forma de puros chilcagre, muy demandadas por el vecindario de la Farmacia Trébol.
La situación fue más allá cuando leche, limones y cocos menguaron poquito a poco hasta ausentarse para siempre. De nuevo se impuso la terquedad de la doña mediante confección de vestiditos para bebés y la decoración de sus clásicos Moisés de juncos, armazones encargadas personalmente a humildes moradores de la campiña masatepina, y que, adornados por ella, detalle a detalle, daban la impresión de monumentales remansos infantiles. Ya no se diga las pañaleras de ensueño que en el frente exhibían caritas de niños o de animalitos, y los mosquiteros o sabanitas con soberbias aplicaciones, junto a los cobertores bordados con primor que remataban los recintos celestiales a su cargo. “Exclusividades infantiles” rotuló su tienda de dos metros de ancho por ocho de largo, instalada en el zaguán de la casa. Muchas bisabuelas aún recuerdan con nostalgia aquellas filigranas que brotaban de su talento milagroso, obras de arte que rindieron lo básico para sacar a flote con dignidad a esta familia de la vieja Managua.
Pero a la matrona invencible aún le faltaba una pincelada de casta suprema para salir al frente de necesidades que persistían. Fue un acontecimiento dramático y divertido que la inmortalizó: resulta que la dueña de una máquina que realizaba zurcidos de fantasía, se aburrió del negocio y decidió venderlo. Entre varias ofertas prefirió a la señora que por sus reconocidos prodigios, cercanos a la perfección, era la persona ideal. Sin embargo, la aventura emprendedora no dejó de angustiarla por lo incierto del negocio. La máquina no era cosa barata ni mucho menos, pero se lanzó. ¡Había que hacer el esfuerzo! ¡A recoger la plata se ha dicho! Y así, la perseverancia de nuestra dama del cuento, conocida por estos lances como La señora del zurcido invisible, logró adquirir el misterioso aparato que la vendedora nunca mostró “porque era secreto”.
Entregado el pago, saltó el asombro aunado a la decepción: no había máquina ni chiquita ni grande, era solo una fórmula confidencial. La vendedora explicó que no se trababa de máquina alguna, y a manera de consolación aseguraba que, conociendo las dotes de su compradora, no dudaba que explotaría el secreto exitosamente.
Mientras la nueva dueña temblada al borde de la desesperación, la vendedora comenzó a explicarle que la cosa funcionaba a punta de mucho ojo, paciencia infinita y cuidadosa habilidad. Primero, se cortaba en una parte oculta del traje o vestido a reparar, un trozo más grande que la rotura; luego, iría deshilachando por los cuatro costados el cuadrito de tela recién desprendido, para superponerlo en el sitio defectuoso. Si sacaba más hilitos que la medida, se echaba a perder todo. Si desprendía menos, la tela trasplantada quedaría “soplada” y quién sabe si era posible volver a empezar.
Ya colocado el parchecito de flecos, venía el proceso clave: uno a uno iba entretejiendo cada hilito, justo sobre el área de la tela afectada. El único instrumento utilizado era una agujita china de doble entrada, pulgada y media de largo; una especie de alfiler cuape achatado en miniatura microscópica, la misma que en esos tiempos se utilizaba para zurcir medias, imprescindible complemento de la modernísima minifalda. Atrás de la tela entreverada podían verse todos los hilitos en fila, que en riguroso orden la señora extendía hasta que, bien talladito, el cuadro de la tela superpuesta pareciera haberse fusionado con el resto del traje. He aquí la esencia de la orfebrería textil.
Para los clientes que llegaban a retirar la prenda reparada, resultaba imposible distinguir dónde había estado la rotura. No podían creerlo, y ante lo inconcebible salían asombrados por el prodigio de la autora y la capacidad de la “máquina” enigmática de zurcidos invisibles. Mientras tanto, los hijos acaparaban en las pulperías del barrio las benditas agujas chinas de 25 centavos cada una, para reponer las deterioradas por el frecuente uso, y guardar una reserva de futuro. Así fue cómo la tejedora de ilusiones ganaba otra batalla familiar.
Veamos ahora el final: la redención del Viejo a punta de fe y heroicos esfuerzos, fue la cosecha del sacrificio de la mujer que sostuvo durante años un hogar tambaleante y con grandes posibilidades de sucumbir. La renovada presencia del padre –ocurrente, eléctrico y querido como pocos en la capital– se proyectaba en casa, nuevamente novio de su esposa, también en su trabajo y ya no digamos con su fogosa elocuencia en los Cursillos de Cristiandad; y, en los ochenta, sandinista rabioso de hueso colorado. ¿Quién no lo respetó por su testimonio de primaveras y renacimientos? Luego de dos décadas de su partida, familia y amigos evocan con cariño sus interminables anécdotas pletóricas de cálida intensidad. Un hombre auténtico.
En honor a la memoria de nuestra ilustre madona, debe reconocerse que –tal vez por tratarse de un entorno patriarcal, que de manera inconsciente no concebía al ama de casa creando y dirigiendo la economía familiar– pudo haber recibido más voces de aliento y celebración por sus iniciativas salvadoras del hogar.
Desde el horizonte de su agigantada obra, por supuesto que superior al renacimiento del Viejo, la figura de aquella ilustre leonesa requiere en justicia que se conozcan más sus vivencias, misericordia y humanismo, momentos felices e incontables huellas anegadas de alegría, aunque su bendita humildad no lo permita y se niegue a recibir algo para ella. Por eso, quien supo ser feliz entregándose entera a los demás, es merecedora de homenajes todos los días, y devoción a cada minuto. Poco antes del adiós, apenas a los 58 años de vida, escuchemos su último escrito, entonando con vigor un nuevo himno de algarabía y unidad:
– Cuando mi voz se calle con la muerte, mis recuerdos les seguirán hablando en su corazón vivo. ¡Sean felices en el nombre del Señor!
Su esposo fue grande, pero ella, inmensa.
A treinta años transcurridos, eterna mamá, voy a leerle algo escrito para usted en nombre de Cara de Triángulo, sus hijos y nietos: “Devoción enloquecida por una madre/ Le obsequio a Dios cabalgando el arcoíris/ Unicornio manso de promiscuos coloridos/ Voy a demostrarle, Jenny Báez, que en su alma anida/ Más que una metáfora/ El mundo y lo divino”.