Este 30 de noviembre se cumplieron ya 18 meses de aquel fatídico “día de las madres”, en el que decenas de personas fueron vilmente asesinadas en distintos departamentos del país, a manos de efectivos policiales y paramilitares que seguían ordenes de una persona que cuatro décadas antes se comprometía a no traicionar las lágrimas de las madres, ni la sangre de sus hermanos compatriotas.
En uno de sus tantos discursos después de la derrota electoral de 1990, Daniel Ortega Saavedra vistiendo su uniforme adornado por una estrella en el cuello, con la característica mirada soberbia que calaba a través de sus lentes parcialmente oscuros y su voz amenazante se dirigía a las madres de las personas asesinadas con el siguiente discurso:
“(Madres) vivieron los días angustiosos de clandestinidad de sus hijos y que vivieron el dolor en el momento de la muerte heroica y gloriosa de sus hijos; queremos decirle a estas madres: comprometernos ante estas madres por la sangre derramada y por las lágrimas derramadas por ellas, que muchas veces duele más que la misma sangre derramada por los hijos, queremos decirles que esas lágrimas y esa sangre NUNCA JAMÁS SERÁN TRAICIONADAS”
Estas palabras solo pueden recordar a toda la población nicaragüense la hipocresía de una persona que ha traicionado a su país y la palpable dicotomía del Frente Sandinista de Liberación Nacional entre su discurso y la práctica, ya que hace más de 15 días las filas de la Policía orteguista apresaron a un grupo de activistas que, como un acto de solidaridad, llevaban agua a las madres de presos políticos en huelga de hambre en la ciudad de Masaya.
Las personas ahora llamadas “banda de los aguadores” enfrentan un juicio por hacer algo que Ortega prometió hace muchos años: no traicionar las lágrimas derramadas por las madres nicaragüenses.
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Para Ortega no basta con asesinar y apresar a las personas por qué siente la necesidad patológica de obliterar cualquier acto de humanismo de las personas víctimas de su represión.
El dictador nicaragüense es un ejemplo de tiranía y falsedad, pero principalmente de traición hacia sus compatriotas, hacia las madres que han llorado la pérdida de sus hijos durante tantos años, hacia su misma familia y tarde o temprano hacia sus mismos seguidores que creen ingenuamente en las palabras de un maestro del cinismo.
Nicaragua entera debe aprender la lección que Ortega lleva 40 años aplicando: no confiar en discursos vacíos de caudillos endiosados, seguir en la constante protesta en contra de lo incorrecto y promover ante todo un Estado de derecho donde la defensoría de los derechos humanos no sea criminalizada y los crímenes no queden impunes. Es papel de toda la comunidad pinolera aportar a la construcción de la memoria para que la sangre y las lágrimas derramadas no sean traicionadas nunca más.