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Lunáticos

Vista de la Tierra desde la Luna. Cortesía Nasa | Niú

Vista de la Tierra desde la Luna. Cortesía Nasa | Niú

Todos íbamos a ser astronautas. Y colonizaríamos cuatro planetas o más. No es que fuéramos lunáticos. Es que éramos niños cuando, en 1969, un hombre pisó por primera vez la Luna. Ese 20 de julio yo tenía diez años y estaba seguro de que para el 2001 mi generación andaría a saltitos por Marte, como si estuviéramos en el patio de nuestra casa.

Vi el alunizaje de la Apolo 11 en el pueblito de Melipilla, a medio camino entre Santiago y el mar. Tocaban vacaciones de invierno y habíamos viajado desde Argentina a Chile con mi madre. Nos alojábamos en casa de nuestra teutónica tía Estela: pelirroja, grande, de voz y risa cantarina.

Esa dichosa tía Estela había heredado una farmacia antigua frente a la Plaza de Armas de Melipilla. El dispensario de esa botica databa del siglo XIX: había una profusión de balanzas, matraces y morteros de mármol. Ordenados en los empinados anaqueles de caoba relucían docenas de frascos de loza. Estos contenían los ingredientes para preparar medicamentos que aún se despachaban en obleas. Muchos de esos potes exhibían rótulos misteriosos (“Tintura de Cardamomo”), otros eran risibles (“Sapo., animal”). Pero los frascos más tentadores eran los que lucían una amenazante calavera negra y dos tibias cruzadas sobre la palabra “veneno”. Cuando unos años más tarde leí Madame Bovary pude imaginarme con facilidad el dispensario del farmacéutico Homais, donde Emma se suicida comiéndose puñados de arsénico.

Atrás de la botica y dispensario de la tía Estela estaba su casa no menos decimonónica, con huerta y todo. Sin embargo, la modernidad había entrado en su salón victoriano: bajo un enorme oleo repleto de mujeres semidesnudas (representaba El Rapto de las Sabinas) había un flamante televisor, en blanco y negro, marca Westinghouse. Este prodigio de la técnica me atraía tanto como las drogas del dispensario, quizás porque también la televisión era considerada peligrosa. Supuestamente, esa tele panzuda emitía unos perniciosos “rayos catódicos”. Para filtrarlos y protegernos, mi previsora tía había cubierto la pantalla de aquel armatoste con un escudo plástico de color verde.

Así las cosas, mientras esa noche de 1969 medio mundo vio el primer alunizaje en sinceros blanco y negro, mi familia y algunos invitados vimos una luna verdosa, enferma, paseada por unos astronautas del mismo color. En fin, al menos nos salvamos de morir refritos por una descarga de rayos catódicos, pensaba yo.

Tal vez se debiera a ese color enfermizo, pero no recuerdo haberme emocionado mucho cuando Neil Armstrong dio aquel pequeño paso que sería un gran salto para la humanidad. O quizás me decepcioné porque acababa de leer la novela de Julio Verne, De la Tierra a la luna y, comparada con esa ficción (publicada un siglo antes), el blandengue alunizaje de la Apolo 11 me pareció menos vívido. En cambio, lo que sí me impresionó y por fin me hizo comprender la dimensión de esa hazaña, fueron el ulular de las sirenas y el doblar de las campanas.

Las campanas de la Catedral en la esquina de la Plaza de Armas de Melipilla, y las sirenas de los carros de Bomberos, dos cuadras más allá, repicaron y ulularon en el preciso instante en que Armstrong inició su caminata por la Luna. Hasta entonces, ese pequeño pueblo había estado en silencio, recogido, conteniendo el aliento. Y de pronto fue como si el Año Nuevo hubiera llegado antes. O mucho más que eso: lo que llegaba era un tiempo nuevo, un mundo nuevo.

En casa de mis tíos empezó una fiesta. Los adultos se abrazaban y brindaban. La tía Estela lagrimeaba y felicitaba a los niños, como si nosotros hubiéramos organizado la misión Apolo: “¡Ustedes van a viajar a las estrellas!”, nos decía y nos besaba llenándonos de rouge. Mi mamá, para no ser menos excéntrica, bailaba mientras cantaba una copla española: “Ese toro enamorado de la Luna/ que abandona por las noches la maná…”.

¿Qué necesidad había de viajar a la Luna, cuando es evidente que los lunáticos están acá, en la Tierra? Sin embargo, quienes lo vivimos considerábamos que esa locura y esa fiesta se justificaban. La humanidad no había llegado solamente a la Luna, habíamos llegado al futuro. Esa noche, muchos creíamos que pisábamos por primera vez el porvenir.

El futuro es fiel a una vieja costumbre: apenas llega se convierte en pasado. Todo podría cambiar, menos eso. Aquel moderno televisor en blanco y negro y las naves Apolo, esos triunfos supremos de la técnica del siglo XX, ahora parecen tan anticuados como la botica decimonónica de la tía Estela. También los prodigiosos avances de esta Galaxia de Google –sus teléfonos inteligentes y sus redes sociales– caducarán. Estos inventos envejecerán aún más rápido que aquellos progresos. La aceleración técnica precipita la obsolescencia. Las actualizaciones constantes abrevian las vigencias. El presente se comprime hasta lo infinitesimal. Antes de que nos demos cuenta, la idea misma de actualidad será cosa del pasado.

Hace medio siglo, el 20 de julio de 1969, todos los niños íbamos a ser astronautas. Y colonizaríamos cuatro planetas o más. Pasaron los años y no fuimos a las estrellas. Sin embargo, a cambio, ahora la memoria nos regala un viaje casi tan fantástico como ése. Mi generación ha vivido en dos siglos y ha conocido épocas tan diferentes que parecen planetas distintos.