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Que nadie diga que no escuchó nada
El comandante Daniel Ortega junto al general de Ejército, Julio César Avilés. Foto: Presidencia

Si lo dice, es que no quiso escuchar.

     

Contar esta historia sin usar términos escatológicos requiere un enorme esfuerzo. Según Francisco Aguirre Sacasa, uno de tantos vividores de la corrupta clase política nicaragüense, diplomático (que en nuestro triste país, hasta la fecha, quiere decir o turista de lujo o traficante de influencias pagado por el Estado), el Ejército “tiene gran prestigio entre los productores rurales del norte”.

Dice Aguirre Sacasa: “para Mario Arana y yo, el Ejército de Nicaragua es parte de la solución”; “el Ejército ha obedecido la Constitución”; “el Ejército ha venido llamando repetidamente al diálogo”; “el Ejército debe continuar cumpliendo su misión”; “el Ejército tiene gran prestigio ante el Comando Sur de los Estados Unidos” (esto a él le parece de lo más cool, como quien dice); y por supuesto, está de acuerdo en lo afirmado por otra joya del establishment, Humberto Belli, quien firmó en La Prensa (el diario que sacó un suplemento espectacularmente inmoral de propaganda del Ejército de Nicaragua, no olvidemos) que el pueblo era “injusto” con la institución.

Díganme ustedes: ¿es posible “unirse” con él, con Mario Arana y con Humberto Belli? Mi respuesta: NO– si es que uno quiere democracia para Nicaragua.

Esa es una verdad, queridos amigos, que hay que enfrentar. No es que yo divida o intente dividir, sino que esta gente está irremediablemente apartada, separada, “dividida” del pueblo democrático; en contra–a pesar de su doble discurso–de las aspiraciones democráticas de la nación, insensibles ante los asesinatos, incapaces de la menor empatía hacia las familias de los muertos y presos, muchos de ellos a manos del Ejército que ahora desvergonzadamente defienden.

Para estos individuos, que representan lo peor de las élites tradicionales de Nicaragua, la “estabilidad” se ha vuelto una obsesión, y el cambio es la peor pesadilla. Estaban conformes con el arreglo corporatista [es decir, fascista] que tenían con Ortega, y lo celebraban en público. Le tienen horror a un Estado de Derecho, y el miedo a perder sus privilegios los hace descender éticamente al infierno, a entregarse en los brazos del Ejército, a suplicarle a los guardias de Ortega que los protejan.

Todo lo que ellos y sus amigos banqueros proponen tiene como norte esa estabilidad, aunque sea a costa de la justicia por los crímenes de la dictadura, y aunque sea a costa de futura violencia contra el pueblo, y aunque traicione –¡qué les importa a ellos!–la esperanza de los nicaragüenses que han demostrado estar listos a construir una sociedad libre.

De eso se trata el plan, sucio de origen, sucio de intención, sucio en los procedimientos, antiético, y para rematar impráctico, de “elecciones con Ortega”: de asegurar que las élites pasen la tormenta incólumes, intactos sus beneficios. Y si para eso hay que dejar a Ortega y sus secuaces en la impunidad, que así sea. Si para eso hay que dejar al “comandante” en control de sus enormes recursos financieros, sus canales de televisión, sus paramilitares, sus espías, su policía, y por supuesto, su muy “constitucional” ejército, ¡pues que así sea! Si para asegurarse el “aterrizaje suave” que añoran los Belli, Arana, Aguirre Sacasa, Pellas, Ortiz Gurdián, Baltodano, Montealegre, etc., hay que legitimar a Ortega (podría ser el inmune ‘diputado Ortega’ si “pierde” las elecciones) ¡pues, que así sea!.

Que nadie diga que no había evidencia, que no sabía, que no se sabía, que nadie advirtió. Porque hay muchas voces que se levantan, y hay un coro popular contra las componendas y el pacto, y el grito del pueblo ha sido desde un comienzo “¡que se vayan”!.

Que nadie diga que no escuchó nada. Si lo dice, es que no quiso escuchar.