En pantalla
La película denuncia la codicia inherente al ser humano, siempre a flor de piel, lista para pasarnos la cuenta.
El caso Mossack-Fonseca sirve de combustible en esta sátira sobre la codicia humana. Steven Soderbergh vuelve al formato coral de “Traffic” (2000), pero el tono lúgubre es suplantado por un aire picaresco.
Jürgen Mossack (Gary Oldman) y Ramón Fonseca (Antonio Banderas), directores de la infame firma legal panameña, sirven de narradores. Saben que están dibujando caricaturas, y por eso, espesan sus acentos. A dúo, dispensan explicaciones didácticas sobre el tráfico de dinero, aderezadas con ocasionales revelaciones personales. El hilo dramático es provisto por Ellen Martin (Meryl Streep), una viuda que se interna en el laberinto de empresas fantasmas, tratando de seguir el rastro del seguro contratado por su difunto esposo (James Cromwell). La senda la conduce a Malchus Boncamper (Jeffrey Wright), un abogado en la isla de Nevis, quien guarda secretos de diferentes índoles.
El guion de Scott Z. Burns, basado en el libro periodístico de Jake Bernstein, tiene una estructura maleable. Admite digresiones que funcionarían como cortometrajes. En Los Ángeles, el millonario sudafricano Charles (Nonso Anozie) trata de comprar el silencio de su hija (Jessica Allain), cuando esta lo descubre ‘in flagrante delicto’ con su mejor amiga. En un guiño a la locación geográfica, la luz blanca del sol satura las imágenes. Otro episodio autocontenido tiene lugar en un lujoso hotel de China. Maywood (Matthias Schoenaerts), un empresario británico, trata de chantajear a Gu Kailai (Rosalind Chao), esposa de un cuadro del partido comunista, para que lave dinero para él. No crea que ella es una víctima inocente. La pareja consiguió una casa de campo en Francia, gracias a las maquinaciones del traidor.
La película equipará el artificio del cine con los engaños de la administración de la riqueza. Mossack y Fonseca le hablan directamente al espectador, desde espacios que son, a todas luces, sets en un estudio. En un momento de franqueza inusual, revelan que el director en persona tiene cinco empresas de maletín, y el guionista, solo una, un detalle congruente con los espacios que ocupan en la escala profesional de la industria. La similitud entre los trucos de la ficción y la realidad de la actividad criminal es llevada hasta extremos incómodos, cuando un actor blanco y anglosajón se quita el disfraz que lo ha hecho pasar por latino. Los latinoamericanos, familiarizados con la diversidad de colores del mestizaje —y quizás con el racismo más internalizado— podemos dejar pasar el gesto. En Estados Unidos, el truco ha sido denunciado como apropiación racial —‘brownface’, similar al ‘blackface’, acto mediante el cual los artistas del vaudeville solían pintarse la cara con corcho quemado para burlarse de la población negra. Me molestó más ver cómo desperdician los talentos de Cristela Alonso, Verónica Osorio y Brenda Zamora.
Los actores son el ingrediente principal de esta fascinante ensalada de nacionalidades y razas. Son el elemento humano que nos mantiene anclados en una narrativa indisciplinada. Las demandas del formato coral los condenan a la brevedad. Uno quisiera ver más de Sharon Stone, como una impaciente agente de bienes raíces; David Schwimer, un pequeño empresario en el lado equivocado de una demanda. Alonso, blandiendo una placa del FBI con resignación, apenas tiene dos escenas. Quisiera que tuviera su propia película.
La fatalidad no puede evitarse: un accidente de barco inicia el ‘viacrucis’ de Ellen. Un aparatoso choque de autos termina prematuramente con un personaje crucial. Pero las argucias legales que agravan los problemas de los sobrevivientes son estrictamente producto de la humanidad. Es el demonio que hemos construido. “La Lavandería” denuncia la codicia inherente al ser humano, siempre a flor de piel, lista para pasarnos la cuenta. Al final, la película se vuelve explícita en su llamado a las armas. En un solo discurso, se apresura a extender culpa al sistema político de los Estados Unidos, con su problemático esquema de contribuciones de campaña, al servicio de empresas y millonarios empeñados en influenciar a los gobernantes a cualquier costo. Después de retratar el problema como algo global, el epílogo reduce el foco en la política interna de los Estados Unidos. Es como si el tiempo se le hubiera acabado para tratar el tema, e inseguro de ganarse el chance de una secuela, Soderbergh quisiera compartir una idea aún por desarrollar. “La Lavandería” no funciona a la perfección, pero lo hará revaluar el culto a la ambición sin límites.
“La Lavandería”
(The Laundromat)
Dirección: Steven Soderbergh
Duración: 1 hora, 35 minutos
Clasificación: (Buena)
«La Lavandería» está disponible en Netflix