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El número 58 puede ser el que sostienen con esperanza muchos nicaragüenses hoy en día. Te invitamos a leer este cuento de Nadine Lacayo.
El hombre se pone de pie y grita: ¡Número 58! La mujer se levanta de la silla, se arregla el tapabocas y respira agradecida porque la van atender. El hombre sentado tras un escritorio en forma de ele hace girar su silla y pone la mirada en el monitor.
La mujer se sienta frente a él, lo ve de perfil y espera que termine de leer quién sabe qué. El hombre al fin se voltea hacia ella y le hace un gesto que parece decir ¿qué quiere? La mujer no sabe dónde poner la cartera y al fin se la deja en el regazo.
Extiende la mano y pone sobre el escritorio el último cobro de la Aguadora.
– Señor, esto no puede ser, me van a matar del corazón, soy cardíaca– dice. Luego hace una infructuosa explicación que el hombre escucha como quien oye llover: – Mire, llegaron a hacer la inspección y volvieron a leer el medidor, y ahora salen con este otro cobro que es el doble del anterior, que a su vez es el triple del de diciembre. Ya les expliqué −continuó la mujer– que vivimos solo dos personas, ya no tenemos carro que lavar, ni usamos lavadora eléctrica, ni patio que regar, sólo unas cuantas maceteras; además, ahí donde vivimos quitan el agua todos los días por más de seis horas. Y este mes me salen con este cobro exagerado. No es posible. Eso no lo consumimos. Yo entiendo que es normal que en el verano se aumente un poco el agua, pero no así, es un alza geométrica, total, ¿acaso pagamos más agua que luz? Les pido que revisen esto.
El hombre no hace caso de la factura que registra dos mil ochocientos denarios. De nuevo fija la mirada en su monitor y vuelve a quedar de perfil ante la mujer. Uno, dos, cinco minutos cuenta la mujer en su reloj. En la ventanilla de al lado hay un señor reclamando exactamente lo mismo que ella. La mujer nota que lo atiende una muchacha gordita, de anteojos, pelo lacio bien peinado, enfundada en unos bluyines muy ceñidos. El hombre que la atiende a ella se voltea y al fin se le escucha la voz:
– Bueno, eso es lo que marca su medidor –dice viéndola fríamente. La mujer lo mira también, fijamente, y piensa que él está acostumbrado a lidiar todos los días con decenas de personas que llegan a lo mismo; se ha vuelto insensible o sólo obedece instrucciones. No puede perder su empleo, pues sobra quien lo reemplace en este mar de desempleo.
−Eso no es lo que consumimos– vuelve a decir la mujer, que aún no pierde las esperanzas de que al menos algo le rebajen.
−Eso es lo que marca su medidor– repite impasible el hombre.
−Eso no es lo que consumimos– vuelve a decir la mujer.
Ha desaparecido de su rostro la gratitud con que se acercó cuando la llamaron con el número 58, escrito con marcador rojo sobre un mísero trocito de cartulina rosada que ella sostenía en la mano como un talismán de esperanza.
−Eso es lo que marca su medidor– repite el hombre mirando a otro lado, sin manifestar fastidio ni apuro.
−Pero eso no es lo que consumimos– insiste la mujer con un tono y una mirada crecientemente colérica y sigue: – ¿No le parece que hay una diferencia entre medir y consumir? ¿Y que en este caso el medidor puede estar dañado?
−Eso es lo que marca su medidor–, dice el hombre como declaración final.
Después de escuchar los argumentos de la mujer, el hombre se levanta, da unos pasos y se mete en una oficina pequeñita. Sale a los dos minutos. Regresa y se sienta sin pronunciar palabra. A los pocos segundos llega la supervisora. Se adivina que es la supervisora porque anda de tacones, camina más despacio que las personas que atienden al público, y luce mejor ropa: un bléiser celeste que hace juego con su falda. La supervisora se asoma al monitor, y volviendo su mirada seca le dice a la mujer, indiferente:
−Eso es lo que marca su medidor–.
La mujer, controlando su irritación, le lanza una mirada penetrante y vuelve a repetir:
−Eso no es lo que consumimos–.
El hombre sigue callado e impasible. La supervisora, con su mirada inconmovible le dice:
−La única manera de ayudarle es haciéndole un arreglo de pago. Pero antes tiene que cancelar algo; vaya a la caja y regrese después con el voucher.
La supervisora se da vuelta y cierra el diálogo. La mujer queda frente al hombre que sigue mudo. Ella le pregunta derrotada:
−¿Cuánto debo pagar? –.
−Como mínimo unos cuatrocientos denarios– contesta el hombre que ha vuelto a fijar la vista en el monitor. –
La mujer toma su cartera y el papel del cobro. Ve las cinco o seis ventanillas de atención al público y todas las sillas ocupadas por la gente que porta sus respectivos números y que, como ella, esperan la llamada. Hace la fila, hay cinco personas delante de ella que mantienen la distancia a voluntad. Se suma a la fila el señor atendido por la muchacha de bluyines apretados. La mujer lo ve de reojo y luego echa un vistazo a su reloj. Ya casi son las doce, pero avanzan rápido, −observa para sí misma. Al fin llega su turno y paga con su tarjeta de crédito. Mira que la fila ha crecido con los que antes estaban sentados frente a los escritorios de atención al público. Ha vuelto el miedo, −piensa, y siente rabia. Regresa al hombre que la había atendido y que ahora está con otra señora de mucha edad; el hombre le hace a ella señas para que se aproxime e interrumpiendo a la señora a la que atiende, le pide el papel que le ha dado la cajera engrapado con el voucher y con el papel del cobro. El hombre prepara otro papel, se levanta y regresa con una firma, lo engrapa con los demás papeles, se lo da y le dice:
−Este es el arreglo de pago. En el próximo cobro le saldrá el saldo que pagará en cuotas distribuidas en tres meses.
La mujer se pone de pie, lo toma, divisa con disimulo la oficina de la supervisora, se acerca y abre un poco la puerta. La supervisora, desde su escritorio ladea la cabeza para ver quién está entrando, entonces la mujer mete la cabeza y con toda claridad y parsimonia silabea: “¡Sin-ver-güen-zas!”, y sale de prisa, casi corriendo. Tras huir del edificio de la Aguadora, se encaminó a la parada del bus.
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La guardia pretoriana de la ciudad de Roma la alcanzó cerca de la columna de Trajano. No opuso resistencia, pero se asustó tanto que tembló. Le revisaron la cartera, examinaron su cédula, le sacaron el celular y leyeron detenidamente su última conversación en WhatsApp: Ni perdas el tiempo con la Aguadora, lo único que vas a lograr es salir contagiada. Se la llevaron detenida. Una hora después le regresaron todo, un policía la manoseó y los demás se rieron. Luego la soltaron. Esa misma noche tuvo un infarto fulminante, y esa misma noche habló el emperador en cadena nacional para todo el imperio.
Al día siguiente el hombre se pone de pie ante su escritorio y grita: ¡Número 58!