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De cualquier forma, el supuesto equilibrio de poderes, es en la práctica, inestable, lo que normalmente se resuelve con el uso de la extorsión, chantaje, por la corrupción política o por la fuerza.
“En el Estado en que un hombre solo, o una sola corporación de
próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y
tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones
públicas y de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo
se perdería enteramente.
Montesquieu. El espíritu de las leyes. 1748
Uno de los problemas crónicos en la historia del Estado nicaragüense es el equilibrio (“balance”) de poderes, esa entelequia liberal que nunca cuaja en la realidad: Unas veces el parlamentarismo se convierte en un obstáculo de la capacidad ejecutiva (caso gobierno de Enrique Bolaños) y otras veces el presidencialismo echa al trasto de la basura (caso del régimen del FSLN desde 2007) el Estado de derecho y la dinámica representativa de la ciudadanía (en el supuesto que una asamblea de diputados como es el caso de Nicaragua, garantice esa representatividad).
Y esto depende de quien amase esa harina: Daniel Ortega subió al poder surfeando en la revolución popular antisomocista en 1979 y logró presentarse como ganador en las elecciones presidenciales de 1984. Pero fue candidato perdedor consecutivo en las elecciones de 1990 (Violeta B. Chamorro); 1996 (Arnoldo Alemán); 2001(Enrique Bolaños). Hasta que resultó candidato ganador de nuevo en 2006, pasando a reelegirse ilegalmente a un segundo periodo en 2011 y a un tercer periodo en 2016. Y aunque en 1979 y 1984 se presentó como un “socialista” exterminador del Estado y que en su cuarta campaña electoral (2006) había declarado que su misión política era erradicar el presidencialismo e instalar el poder soberano del pueblo: “Nosotros queríamos llegar a la presidencia para acabar con el presidencialismo, para provocar un cambio verdaderamente democrático en este país, desde el 2007 que subió al poder, ha venido absorbiendo todos los poderes existentes del Estado y su aparato.
Una importante aclaración: luego de ese trayecto, la “oposición” nicaragüense, Alianza Cívica (parapeto de CxL), Unión Nacional (parapeto del MRS) y Coalición Nacional (parapeto del PLC)[1], aceptan fríamente, sin asco siquiera, la posibilidad de la séptima candidatura presidencial de Ortega y de su cuarta reelección consecutiva, como efecto de su estrategia “opositora” de asegurar un “aterrizaje al suave” a la dictadura totalitaria sandinista, que es la misma de “el comandante se queda” del sandinismo en el poder.
A esta “oposición” no parece interesarle el hecho de la caída en el absolutismo medieval de Nicaragua desde 2007 y que Ortega, hoy en día, podría repetir sin inmutarse la frase de Luis XV ante el parlamento de París (1766) declarándose la síntesis de todos los poderes estatales[2], la mano unitaria que los equilibra. Es una “oposición” que exige democracia, pero no la defiende ante ese totalitarismo.
Una democracia derrotista, amasada y amansada
En realidad, la Corte Suprema de Justicia. Poder Judicial, es conformada por magistraturas negociadas de previo entre el Ejecutivo y el Legislativo y ratificadas (o vetadas) por ambos. Lo mismo sucede con los jueces electorales (Poder Electoral, conformados al nivel de magistrados. Y sucede con la Contraloría General de la República y hasta con la Policía y el Ejército. Todo el entramado estatal termina fundiéndose con el o los partidos dominantes y negociantes y sus respectivos caudillos. Nicaragua es un buen ejemplo.
Es el círculo vicioso de esa entelequia de poderes “equilibrados” donde el presidencialismo, ahogando a los otros poderes, se ahoga a sí mismo haciendo surgir el hiperpresidencialismo, la autocracia y de a poco, la dictadura, la dinastía, el poder semimonárquico. Vuelta en redondo: un presidente se ha convertido en un monarca. Es “cosa de locos”, como ya lo advertía Federico II de Prusia: “Hay que estar loco para creer que los hombres han dicho a otro hombre, su semejante: te elevamos por encima de nosotros porque nos gusta ser esclavos.
De cualquier forma, el supuesto equilibrio de poderes, es en la práctica, inestable, lo que normalmente se resuelve con el uso de la extorsión, chantaje, por la corrupción política o por la fuerza. Maletines de dólares, tráfico de influencia, transfuguismo entre las bancadas políticas, juicios de desaforación o simples plumazos de sacar a un diputado propietario por su suplente ya comprado, proscribir a un partido u organización política en la Asamblea legislativa, propiciar “golpes de Estado” a las juntas directivas de esas representaciones, etc., hacen mover al antojo de la fuerza política dominante, ese supuesto poder legislativo.
¿El poder, se equilibra a sí mismo?
Desde esa obra monumental “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, el “equilibrio” entre los “tres estados”: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial (rey, nobleza, plebe) es un principio fundamental de la república liberal, que se va desarrollando con la evolución permanente de los Estados.
De hecho, en Europa el parlamentarismo surgió como versión de respuesta de soberanía popular ante el poder del monarca, el cual a su vez, al complicarse las cosas, dio paso al Poder Ejecutivo en diversas versiones, hasta llegar, en América, a la primicia de la figura presidencial federativa definida por Estados Unidos el 17 de septiembre de 1787 (Convención Constitucional de Filadelfia) con sus contrapesos de las cámaras y la Corte Suprema de Justicia.
Es en nuestro medio latinoamericano donde aquel modelo liberal de “equilibrio” de poderes tan prístinamente calculado por los fundadores de Estados Unidos[3], se ha caracterizado por su inestabilidad. Los estados latinoamericanos desde 1810, han pasado por un enorme conjunto de versiones de regímenes tiránicos (“Tirano” fue uno de los muchos nombramientos del libertador Simón Bolívar), monárquicos, presidencialistas, parlamentaristas, condimentadas con las respectivas “pausas” autocráticas, dinásticas, dictatoriales en la evolución política de los Estados latinoamericanos, pesada realidad hasta hoy.
La violencia desde el poder
En ese precario equilibrio del modelo liberal, en última instancia, está el recurso de la fuerza: El Poder Ejecutivo tiene a su favor, el control de la violencia coercitiva a través del Ejército, su fuerza policial y otros recursos (lo vimos hace poco, por ejemplo, en la irrupción inesperada del presidente de El Salvador y el Ejército de ese país, en la sala de sesiones de la Asamblea Nacional).
En contraste, una Asamblea Nacional legislativa carece, por su propia naturaleza, de cualquier posibilidad coercitiva. El Estado de derecho sucumbe ante la fuerza de las botas y el fusil y hasta allí llega cualquier debate jurídico y político. La democracia avanza unos pasos, hasta que los funcionarios armados lo impiden o corrigen.
Suprimir al Ejército hace bien a la democracia
Una de las formas más viables de ir resolviendo estas contradicciones crónicas del modelo liberal, es que el Estado, como en Costa Rica, Panamá y otros países, proscriban al Ejército y pongan bajo control civil a las fuerzas armadas internas (policías de varios tipos). Esta sería una decisión histórica y cultural de mucha profundidad, porque en países como el nuestro, vivimos suponiendo que seremos invadidos de pronto por hordas salvajes al estilo de Atila o Genghis Khan, para unos…o por el Ejército de Estados Unidos, para otros. Sin embargo, puede haber ajustes menos profundos.
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