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Algunos investigadores de instituciones de prestigio están realizando y testando en sus propias carnes pruebas de vacunas "caseras". O instando a que las creen y prueben los ciudadanos de a pie. Con el peligro que supone.
Tanto Jerry Lewis como Eddie Murphy nos hicieron reír a carcajadas con sus respectivas versiones de profesores chiflados. Pero el titular de este artículo no habla de ellos, ni es para tomárselo a broma. El tema es grave. Nos referimos a las “pruebas de vacunas caseras” (vamos a llamarlas así) que algunos investigadores de instituciones de prestigio están realizando y testando en sus propias carnes (o en sus propias narices).
La pandemia por COVID-19 está familiarizándonos con innumerables y sorprendentes novedades a las que no estábamos acostumbrados: distancia social, mascarilla omnipresente, rastreo de contactos, cuarentenas, confinamientos, ciencia en abierto, desarrollo en tiempo récord de vacunas y medicamentos. Pero también saca a la luz comportamientos por parte de científicos que chocan con la ética en investigación.
¿Científicos probando las vacunas que fabrican?
De científicos probando las vacunas que ellos mismos fabrican tenemos varios ejemplos, como el denominado RaDVaC (Rapid Deployment Vaccine Collaborative). En él, aludiendo a la “ciencia ciudadana”, un grupo de científicos insta a los ciudadanos a fabricar su propia vacuna para protegerse contra la COVID-19 de forma inmediata, sin esperar tratamientos rigurosamente controlados por las autoridades sanitarias. Ellos mismos la fabrican y se la inoculan. Yo me lo guiso, yo me lo como.
Sin embargo, hay que aclarar que “ciencia ciudadana” no es precisamente experimentar en la cocina de tu casa y probar en ti mismo los resultados. Este concepto engloba proyectos en los cuales, con colaboración y participación ciudadana, se generan o recolectan datos para su posterior análisis científico destinado a un objetivo concreto, como por ejemplo la observación de astrónomos aficionados o la detección de especies invasoras. Es decir, que en este caso se usa engañosamente.
Por otro lado, a lo largo de la historia encontramos muchos ejemplos de científicos utilizándose a sí mismos o a sus allegados de “cobayas”. Algunos de éxito, como la vacuna de la polio que desarrolló en el año 1953 J. Salk, y en la que como voluntarios participaron él mismo y sus hijos. Salió bien, pero también podía haber salido mal.
Otro ejemplo llamativo fue el del científico ruso Kleitman, profesor en la Universidad de Chicago. Fue el primero en estudiar el mecanismo del sueño. A lo largo de su carrera científica, Kleitman “se utilizó y utilizó a sus estudiantes como conejillos de experimentación” en varios experimentos. Uno de ellos fue encerrarse con uno de sus alumnos en una cueva de Kentucky (EEUU) a 100 metros, donde no sabían si era de noche o de día, obligándose a ciclos de 28 horas. Sin embargo, por la temperatura corporal descubrieron que seguían guiándose por ciclos de 24 horas.
Con todo, aunque se pueden encontrar algunos casos de éxito, afortunadamente los ensayos clínicos están protegidos tanto éticamente (Código de Núremberg de 1947, Declaración de Helsinki en 1964, Informe Belmont y el Convenio sobre Derechos humanos y Biomedicina de Oviedo en 1997) como legalmente. Esto permite proteger a los individuos, con consentimientos informados, pero también certificar la fiabilidad y solidez de los datos y resultados obtenidos.
Por otra parte, sabemos que se necesitan pruebas en miles de personas para descartar efectos adversos y comprobar que las vacunas y medicamentos son seguros y funcionan. O que no funcionan igual en un grupo de personas que en otro: por ejemplo, las vacunas en las personas mayores. Por eso, en la legislación que regula los ensayos clínicos está recogida la elección de grupos de sujetos que representen a toda la población.
¿Es legal el “hágalo usted mismo” en ciencia?
Alentar a desarrollar y probar vacunas sobre uno mismo, que podría ser declarado como atentado contra la salud pública, no es un comportamiento penado por los sucesivos códigos de ética médica antes mencionados. Es más, ni siquiera se contempla en ningún código de las agencias reguladoras, ya sean nacionales o internacionales. Este vacío da rienda suelta a este tipo de actuaciones, que no se pueden considerar ilegales porque no están explícitamente penadas, por lo que no solo ocurren, sino que en nuestros días ven multiplicada su repercusión a través de redes sociales.
Recientemente apareció en Science una comunicación firmada por científicos clamando por una regulación específica que limite este tipo de ensayos realizados sin ningún tipo de control. Porque, aunque creamos que las cosas pueden cambiar favoreciendo dinámicas más ágiles para acelerar procesos (sobre todo en casos de emergencias), necesitamos metodologías validadas que garanticen ensayos rigurosos, seguros y que contribuyan a asentar en la evidencia científica la solución a la pandemia por COVID-19.
El miedo y la incertidumbre no deben combatirse con acciones individualistas ni temerarias. Y mucho menos deberían ser promovidas por profesionales de la ciencia.
La imagen de la ciencia puede caer a los niveles pos-Hiroshima
Una consecuencia de esta falta de regulación podría recaer sobre la imagen de la ciencia. La ciencia es un área que, por sus características, suele quedarse alejada de la opinión pública.
En primer lugar, debido al método científico, el proceso de producción de resultados válidos es más lento de lo que la sociedad desearía. En segundo lugar, la ciencia trata con temas que pueden ser complicados de entender. Estos dos aspectos hacen que la imagen de la ciencia ante el público general oscile entre el “elitismo” (cuando los científicos no hacen el esfuerzo de explicar sus resultados a un nivel inteligible para un lego) y el desprestigio (cuando las cosas salen mal). Raramente la ciencia es popular, respetada y buscada por la sociedad, como afortunadamente está ocurriendo en estos días. Durante esta pandemia, “nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena”.
En el caso que nos ocupa, el peligro que acecha es que algo le salga muy, muy mal a uno de estos científicos con comportamientos similares a “Doctores Chiflados” que están apareciendo. Y que, como resultado, la ciencia regrese al estado de desprestigio por el que ya pasó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando científicos muy respetados se vieron envueltos en el desarrollo de la bomba atómica.
¿Volveremos a la época del profesor chiflado, de los experimentos del increíble Hulk, Frankenstein o Dr. Jekyll y Míster Hyde? Ficciones, sí, pero que dejan un poso de desconfianza al crear en la imaginación pública el retorno del científico loco para el que todo vale.
*Este artículo originalmente se publicó en The Conversation España. Puede leer también el artículo original en este enlace. Las autoras son científicas de distintas instituciones: María Mercedes Jiménez Sarmiento es Científica del CSIC, Bioquímica de Sistemas de la división bacteriana y Comunicadora científica en el Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC). Matilde Cañelles López es Investigadora Científica de Ciencia, Tecnología y Sociedad en el Instituto de Filosofía (IFS-CSIC). Nuria Eugenia Campillo es Científico Titular y Medicinal Chemistry del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC).