Blogs
La “izquierda” pareciera a punto de gritar: que se defiendan los nicas como puedan, porque lo peor que puede pasar es que el imperio se involucre.
He leído con detenimiento el artículo “Soberanía y Democracia: Notas para una discusión”, publicado en Confidencial por el señor Andrés Pérez Baltodano. El tema es de mucho interés, porque mientras la ola anti-Ortega y anti-Maduro avanza, surge una reacción visible de miedo entre antiguos partidarios de la “izquierda” latinoamericana: a pesar de declararse en contra de ambas dictaduras, empiezan a preocuparse de una manera diferente por las consecuencias de la crisis, a mostrar miedo por lo que podría ser, les parece, un retroceso político frente al poder de Estados Unidos; el suyo es un dilema entre la realidad terrible impuesta por Ortega y Maduro, y la visión del mundo que han albergado en sus mentes y en sus corazones hasta ahora.
Es como si la tragedia causada por ambos regímenes, al socavar la ideología que era sustento del poder autoritario, fuera para los devotos de la vieja “izquierda” una crisis de fe. Como si la guerra hubiera llegado a las puertas del dogma.
El dogma: la “soberanía” como superior derecho, como prerrequisito para los derechos democráticos. Un orden de prioridades que, trataré de demostrar, es destructivo para ambas metas. Y no puedo pasar por alto cuán irónico es que la “soberanía” sea la última línea de defensa de la “izquierda” en el poder, y en la defensa de su poder. Porque precisamente la izquierda nació como enemiga del autoritarismo, proclamó con orgullo la solidaridad internacional entre los pueblos, y sus teóricos, desde Marx, vieron con manifiesto desprecio la lealtad a un estado nacional.
Nada de eso importa ya a la falsa “izquierda”, transmutada hoy en día en cualquier nacionalismo: mientras la dictadura de Ortega y Murillo (y la de Maduro) cometen crímenes de lesa humanidad, a la “izquierda” le preocupa impedir a toda costa la intervención extranjera. No solo la de Estados Unidos y Europa, sino también la de la Organización de Estados Americanos, institución en la que –hay que decirlo– ambos estados participan voluntariamente, y cuyos acuerdos, tratados y reglamentos se han comprometido a aceptar.
La “izquierda” pareciera a punto de gritar: “que se defiendan los nicas y los venezolanos como puedan, porque lo peor que puede pasar es que el imperio se involucre, y viole los derechos “soberanos” de Nicaragua y Venezuela”.
¿Pero, quién es el “soberano”?
Hay que empezar por el significado mismo de “soberanía”. De un teclazo el autor la hace residir, erróneamente, en el gobierno, al no hacerse la pregunta obvia: ¿Es el gobierno de turno, la dictadura de Ortega y Murillo, en Nicaragua, y la de Maduro, en Venezuela, el legítimo representante del pueblo, quien–se entiende desde la Ilustración europea–es el único y verdadero soberano?
“Consenso hegemónico” versus democracia
Luego asegura el autor que la democracia presupone la existencia de un “consenso social con relación al funcionamiento y a la orientación del Estado, el mercado, y la sociedad.” Esto, a la luz de los hechos, de la historia de las democracias, es una falsedad. Porque la democracia es ante todo un conjunto de reglas y procesos que buscan resolver tanto los conflictos actuales como los que emergen a medida que el funcionamiento de la economía y de la sociedad evoluciona.
- Lee también: No fue revolución, fue dictadura.
Ni la “orientación del Estado”, ni “el mercado”, ni “la sociedad” son lo mismo hoy en Gran Bretaña, Estados Unidos, y Francia, de lo que fueron hace un siglo. Los llamados “consensos” [en realidad nunca lo son por completo] mudan todo el tiempo, y en un sistema y cultura democráticos el objetivo es crear espacios para que dichos cambios no sean violentos y se reflejen gradualmente en la autoridad del Estado y sus políticas.
No obstante, el autor insiste que sin un “consenso hegemónico” previo “los resultados electorales no gozan de legitimidad”, otra afirmación que choca, al menos parcialmente, con el muro de los hechos. Porque lo que hace que los resultados electorales sean vistos como legítimos es, ante todo, el proceso mismo de las elecciones, no que la votación arroje un resultado en armonía con el preexistente “consenso hegemónico”.
De hecho, la elección es un proceso político a través del cual se expresa la dirección en la que los ciudadanos apuntan de manera mayoritaria, y destila qué tipo de “consenso” desean o aceptan, para que los líderes políticos ejecuten. Es decir, de manera orgánica la democracia tiende (siempre imperfectamente, por supuesto) a traducir en política y políticas las cambiantes necesidades y opiniones de los ciudadanos. Proceso democrático y formación de “consensos” van, por tanto, de la mano, se influyen mutuamente. No hay necesidad de “hegemonía” previa, como no la hay de “vanguardia”. Al contrario, ambos conceptos son peligrosos para el desarrollo de cualquier democracia.
Una muralla que nos proteja del mundo
Vale la pena leer con detenimiento la racionalización que presenta el autor, porque hace explícita la lógica de quienes en los debates sobre estrategia política en Nicaragua y Venezuela terminan anteponiendo “soberanía” a derechos humanos—una inversión de metas que en nuestros tiempos se vuelve cada vez más absurda y cara.
El Sr. Pérez Baltodano comienza por afirmar que “la soberanía es una condición necesaria para la institucionalización de un consenso social democrático efectivo”. Esta frase evoca, vagamente, la noción de que “para poder elegir hay que ser libres”. El problema es que identifica precipitadamente “libertad” con “soberanía”.
¿Qué dice la Historia?
La historia vierte duda sobre tal identificación. Doy un ejemplo: las trece colonias que fundaron los Estados Unidos de América desarrollaron “un consenso social democrático efectivo” antes de su separación del imperio británico. De hecho, su capacidad de formar “consenso social democrático” les vino de las tradiciones del imperio, por las cuales las colonias, aunque súbditas del poder inglés, recibieron no solo diferentes grados de autodeterminación, sino que hábitos de tolerancia democrática desarrollados a través de siglos de ensayo y error.
Es decir, y esto es vitalmente relevante para nuestros países, que la cultura democrática antecedió a la independencia de Estados Unidos, existió antes de su “soberanía”, y antes de la propia democracia en tanto que estadounidense, por lo cual puede afirmarse que la Constitución democrática de Estados Unidos no es el origen de su tradición democrática; su tradición democrática es más bien herencia de su vida colonial.
Y para que nadie recoja esta narrativa y la interprete como un llamado a ‘entregarse’ al imperio, debo insistir en que no debe confundirse el pasado tal y como ocurrió, con el futuro tal y como uno desea, y tampoco puede escogerse un pasado que ‘combine’ con nuestra ideología actual. El pasado es lo que es, y es importante reconocerlo, y no mitificarlo. Es parte de lo que somos, aún vive entre nosotros. Hay que entenderlo.
- También podés ver: ¿Ni perdón ni olvido? Una respuesta
La teoría del “contenedor”
Este es un aspecto particularmente curioso, aunque es ingrediente común del argumento “soberanista”. En palabras del Sr. Pérez Baltodano, la soberanía “es el “contenedor” territorial dentro del cual se aplaca la turbulencia de la lucha política”.
Contra esa hipótesis bastaría hacer inventario de todas las guerras y revoluciones ocurridas desde que las colonias hispanas establecieron su “soberanía”. Pero la insistencia del autor empuja a más, porque a continuación afirma que la soberanía “obliga a que la disputa por el poder se desarrolle con los recursos domésticos—financieros, discursivos, coercitivos, políticos, etc.—a los que tienen acceso los actores políticos dentro de las fronteras del Estado”.
No creo exagerar si digo que esta es una descripción francamente alucinante del mundo: ninguna “soberanía” ha hecho nunca imposible, en el mundo real, que quienes se disputan el poder recurran a alianzas con quienes quieran y puedan, menos aun ahora que la tecnología facilita los flujos de recursos e información.
Y aquel que quiera impedir esos flujos condena a su sociedad a un aislamiento y atraso extremos, como Corea del Norte. ¿Es eso lo que hay que hacer para defender “la soberanía”? ¿Hay que bloquear la Internet para que no se infiltren “recursos discursivos” foráneos? ¿Hay que prohibir libros que no sean “domésticos”? ¿Impedir que nadie que no sea “doméstico” dé apoyo “político” a quien quiera recibirlo? ¿Qué clase de aislamiento cree el autor que es posible en pleno siglo XXI para lograr esto? ¿Y por qué sería deseable hacerlo? La respuesta del texto, asombrosa también en su ingenuidad totalitaria, es que “al limitar los recursos con los que legítimamente pueden contar los actores domésticos, se limita también la intensidad, la extensión y las modalidades que puede adquirir la lucha por el poder.”
Es decir, la política nacional como un experimento controlado [¿por quién?], encerrada en “el contenedor”.
Intervencionismo estadounidense: ¿causa o consecuencia?
Esta es una pregunta prácticamente ignorada por la historiografía nicaragüense, la cual asume como axioma la aseveración del Sr. Pérez Baltodano: “la participación de fuerzas externas…el intervencionismo estadounidense [… ] ha sido una de las principales causas de la inestabilidad que ha caracterizado nuestro desarrollo”.
Aunque parezca mentira, el autor pone de ejemplo “la lucha por la independencia, los vaivenes de Centroamérica antes de su fragmentación”. Es decir: ¡antes de que Nicaragua existiese, de que fuese “soberana”, ya la intervención extranjera era la causa de sus problemas! Quizás esta singular referencia ilustre la pronunciada sensibilidad del ensayista en el asunto, pero es innegable que potencias extranjeras, especialmente Estados Unidos, han tenido participación en la historia del país, haciendo valer su avasalladora superioridad militar y económica.
Lo que hay que examinar cuidadosamente es cómo han sido los procesos y las circunstancias de la intervención extranjera. La sugerencia clara en el artículo del Sr. Pérez Baltodano, y creencia bastante generalizada entre nosotros, es que las grandes potencias han maniobrado en perenne asechanza contra nuestro país, presuntamente para adueñarse de recursos que imaginamos lo suficientemente valiosos para inducir tal acción.
Esta creencia es debatible, como todo, y hay que cuestionarla. No para eximir moralmente los actos imperialistas, el bullying de los países poderosos, ni la imposición antidemocrática de sus intereses a otras naciones. Se trata más bien de entender en toda su complejidad nuestros conflictos, y las razones por las cuales no hemos logrado alcanzar un mayor desarrollo económico y político. Si todo fuera “culpa de Estados Unidos”, si eliminando la influencia de Estados Unidos ya hubiéramos logrado desarrollarnos como una democracia próspera, pues no quedaría mucho que criticar a nuestra gestión del país. Y si todas las intervenciones de Estados Unidos hubieran sido actos decididos a distancia, sin que mediara ninguna voluntad nacional, entonces, de hecho, cualquier consecuencia adversa que hubiera resultado sería “culpa de Estados Unidos”.
¿Ha sido así la historia? La verdad inconveniente, la respuesta dolorosa, es que no. Al menos no siempre, o no completamente. Fueron nicaragüenses en pugna quienes invitaron con gastos pagados a William Walker, por ejemplo, y fue el autoritarismo político de Zelaya el que creó un ambiente de conflictos y represión, y al cerrar toda posibilidad de cambio pacífico llevó al país a la guerra. Y una vez en la guerra, las partes buscan cómo ganar y quién les apoye; los mismos que hoy claman ‘patrióticamente’ en contra de la intervención extranjera, de Estados Unidos, y de la OEA, se apoyaron para ganar, cuando hizo falta, en la intervención extranjera, en Estados Unidos, y en la OEA. Naturaleza humana.
También es exceso de autogenerosidad decir que “Estados Unidos creó el somocismo”. La historia es mucho más compleja que esa. No cerremos los ojos a una realidad que más vale entender y reconocer, para no repetir: las dictaduras provienen de la incapacidad de los grupos dominantes para crear un sistema democrático. A Estados Unidos le hubiera dado más o menos lo mismo, al abandonar el país tras la ocupación de los años veinte, o tras las anteriores, si Nicaragua fuese gobernada por Perico de los Palotes y su familia, o por ciudadanos electos cada cierto tiempo en procesos democráticos.
Y no es que no persigan y protejan sus propios intereses, es sencillamente que dichos intereses no dependen de que Nicaragua sea gobernada dictatorialmente. De hecho, sus intereses no dependen tanto de Nicaragua como muchos nicaragüenses quisieran creer. No somos ricos, somos pobres. La nuestra siempre ha sido una economía primitiva, insignificante al lado de la estadounidense. Nuestros recursos naturales no dan para ilusionar a una nación que es un continente, dueña de mucho más.
¿Y la geopolítica? Quizás en ciertos momentos la posibilidad de construir un canal interoceánico a través de Nicaragua haya entrado en el cálculo del poder regional estadounidense. Me pregunto, sin embargo, cuán determinante ha sido, y, sobre todo, algo más importante: si los gobernantes nicaragüenses han manejado con responsabilidad, madurez y sentido de Estado las condiciones creadas por la visión del canal. Porque la primera obligación de todo gobierno es guiar a su país por las aguas sucias y tormentosas del mundo real, y de evitar la inmolación de sus ciudadanos como consecuencia de consignas y políticas irresponsables.
Un caso particularmente ilustrativo– porque todavía se sufren las consecuencias–de lo que ocurre cuando un gobierno falla en tal responsabilidad, es el conflicto de los años ochenta, cuando Estados Unidos apoyó a la contra y contribuyó con la destrucción de la economía nicaragüense.
Condenar tales acciones como imperialistas nos sirve menos que condenar a los primeros y más directos responsables del desastre: al liderazgo del FSLN en el poder, que por sus propios intereses, no los de Nicaragua, y los intereses de sus aliados internacionales, no los de los nicaragüenses, pusieron al país en medio de un conflicto geopolítico entre la Unión Soviética y Estados Unidos; fueron incapaces de encontrar un acomodamiento realista con el mundo tal y como es, no como reclamaban (hipócritamente, ya lo sabemos) que fuera. No solo eso, sino que su política interna, opresiva y represiva, alimentó una guerra civil que hizo posible, otra vez, la intervención militar foránea. Este es el verdadero origen de la catástrofe del primer gobierno del FSLN, y es más o menos generalizable a la historia de Nicaragua desde el siglo XIX: la intervención extranjera fue, descubre uno cuando escarba la superficie de las falsas narrativas de las élites nicaragüenses, más consecuencia que causa de nuestro subdesarrollo político.
Hay más
Hay, de hecho, más que criticar en este artículo, cuya especial virtud, desde mi punto de vista, es resumir cierta mitología pseudomarxista nicaragüense (y latinoamericana) sobre algunos temas importantes, mientras se esfuerza en convencer al lector de que la prioridad actual, más que derribar dictaduras terribles, es impedir la “intervención” de la OEA, la que aparentemente es tanto o más dañina. “Levantar la bandera de la democracia—nos dice—y al mismo tiempo solicitar la intervención de la OEA para defender esta bandera…es una contradicción insalvable.”
Es decir: si hace falta escoger entre “soberanía” y derechos humanos, hay que sacrificar los derechos humanos.
Al final, esta postura resulta ser extremadamente conservadora. Preconiza una forma de nacionalismo que es blindaje tradicional de los políticos opuestos al cambio, de quienes quieren cerrarse a las influencias que vienen y van, y que son como la sangre y como el aire para el avance del pensamiento y de la civilización.
Los defensores a ultranza de la “soberanía” le hacen un favor a gobiernos reaccionarios y retrógrados, como los de Ortega y Maduro. Parecen proponer que los venezolanos y nicaragüenses luchen como burros amarrados contra tigres sueltos, al oponerse a que los ciudadanos recurran a los medios legales y pacíficos que forman parte de los acuerdos internacionales suscritos por sus estados.
El Sr. Pérez Baltodano llega al extremo de criticar a quienes denuncian con dureza la criminalidad del régimen: “por favor, no digamos que Nicaragua bajo los Ortega Murillo ha sido transformada en un Auschwitz centroamericano. Hacerlo es contribuir a la polarización del país, distorsionar nuestra realidad, e irrespetar la memoria del Holocausto.”
O sea, según el autor, la denuncia de los crímenes terribles de la dictadura [¿hay que recordarle los muchachos violados con bayonetas, las familias quemadas vivas, los niños asesinados por francotiradores?] “polariza”, es una “distorsión de nuestra realidad”, y para colmo “irrespeta” a las víctimas de los nazis. Imposible estar de acuerdo.