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La vida es muy corta

Ella cerró la puerta de la habitación empujándola con el pie izquierdo mientras sus manos se ocupaban de los pequeños botones redondos de la camisa de Alexis. Su conciencia se perdía con cada beso recibido

     

*Esta es una historia de ficción*

Atravesaron la casa corriendo. Alexis no prestó atención a nada más que a la madera del techo y del piso, una superficie lisa que aparentaba reflejarse arriba y abajo. Sin embargo, su vista estaba fija en Victoria que avanzaba delante sin dejar de hablar. “Esta es la sala, esa la cocina, allá está el comedor, ese es el cuarto de mis papás, luego tenemos la biblioteca y mirá ese el piano del que te he hablado. Mi cuarto está al fondo, junto al jardín”. Frenó de pronto. Dio media vuelta. “No debimos venir, es una locura”. Volvió a girarse. Apuró el paso. “Pero bueno, ya estamos aquí, la vida es muy corta, ¿no?”. Alexis se rio.

Ella cerró la puerta de la habitación empujándola con el pie izquierdo mientras sus manos se ocupaban de los pequeños botones redondos de la camisa de Alexis. Su conciencia se perdía con cada beso recibido. En el cuello. En las mejillas. En la frente. En la nariz. Uno tras otro. Se desesperó. Tiró tan fuerte de la camisa que último botón salió disparado. “Tranquila, ya estaba flojo”. Esa voz. Siempre tan tranquilizante. Un beso más la hizo olvidarse del asunto. Un largo beso en la boca. Muy largo. Tan largo que apenas se dio cuenta cuando su propia camisa cayó al suelo, seguida por su sostén negro, su calzón de encaje y su pantalón azul. Un suspiro los detuvo. “Victoria, tus papás… ¿A qué hora vuelven tus papás?”. “Más tarde… Tenemos tiempo”. Entonces se dejaron caer en la cama.

Tendida boca arriba miró las estrellas de plástico pegadas en el cielo raso de su habitación. Cerró los ojos. Con cada centímetro de su piel que aquellos labios recorrían imaginó esas estrellas encendiéndose, una por una, y brillando en la oscuridad como lo hacían cada noche. Después abrió los ojos y se topó de frente con la mirada encendida de Alexis. Sonrió. Jadeó. Balbuceó algo. Y se abandonó al placer. Todo lo demás dejó de existir.

Foto: Alexander Possinghman

Él nunca supo si pasaron minutos u horas, pero cuando el deseo lo dirigió hacia el sur del cuerpo de ella y tuvo la cabeza entre sus piernas y la lengua dentro de su centro recordó el sabor y el olor del jugo de piña que tomaba en su días de escuela. Era ácido, dulcete y al tragarlo le refrescaba la garganta. Besó apasionadamente esa boca que se abría en un lugar inesperado. Lamió. Penetró. Presionó. Succionó. Hasta que su saliva se mezcló y se perdió en aquel jugo de piña hecho por Dios. Hasta que dejó de oír sus jadeos y balbuceos.

El silencio se disipó cuando ella dijo su nombre. Alexis… ¡Alexis! Y a continuación se rio fuerte. Muy fuerte. Una carcajada tan intensa e inesperada que Alexis tuvo que sacar la cabeza de entre sus piernas pues tampoco pudo contener la risa. Se arrodilló en la cama y la miró. Tenía las mejillas sonrojadas y mojadas por las lágrimas y respiraba agitada tratando de dejar de reírse. “Vení”, le pidió abriendo los brazos. Alexis obedeció y recostó la cabeza sobre el pecho izquierdo de ella. Exactamente sobre su corazón acelerado. “¿Tenés taquicardia?”. Ella le rodeó la cadera con las piernas. “No, lo que tengo es risa… Me estabas haciendo cosquillas”.

Se quedaron así. Ella acariciaba su espalda y Alexis escuchaba sus latidos alterados. “¿Te acordás cuando me quisiste asustar diciéndome que padecías del corazón?”. Victoria volvió a reírse. “Cómo se me va a olvidar si vos me dijiste que no me preocupara, que no me lo ibas a romper”. Se rieron. Se dijeron que se querían y se abrazaron hasta que el sueño los venció. Hasta que las manos de ella ya no subieron, ni bajaron por la espalda de Alexis. Hasta que no oyeron más el tic tac del reloj de la pared.

Foto: Mike Petrucci.

Cuando se despertó sintió frío. Levantó la cabeza. Ella no se movió. Se sentó en la cama y la miró. Tenía las mejillas pálidas y los labios resecos. Frunció el ceño. “Está jugando”, pensó. Le tocó la frente. Las orejas. El cuello. El abdomen. El vientre. Estaba helada. La llamó. Le gritó. Abrazó su cuerpo desnudo e inerte. “¡Ya podés parar la broma, Victoria!”. Volvió a la posición de la siesta. Acercó la cabeza al pecho izquierdo de ella. Colocó su oreja en el sitio del corazón. Pero no oyó nada. Ni un leve latido. Nada. Solo el monótono tic tac del reloj de la pared. E instantes después una voz masculina, distante todavía: “Hijaaaaa, ya volvimos, ¿estás en tu cuarto?”.

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