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Los estudiantes no tienen paz después de las balas

Sus vidas cambiaron en abril. Algunos se atrincheraron en sus universidades, fueron expulsados a balazos y ahora luchan contra sus propios “demonios”.

     

Veneno se siente como un “inmigrante” dentro de su país.

“Si vos te ponés a imaginar cómo es la vida un inmigrante, que tiene que esconderse de migración para que no lo expulsen, o que no lo lleven preso; así tengo que esconderme para que no me secuestren aquí en Nicaragua”, asegura.

Tiene 24 años y permanece en la clandestinidad. Para él este ha sido el precio a pagar por sublevarse contra el régimen de Daniel Ortega que desde abril —cuando iniciaron las protestas por las fallidas reformas a la Seguridad Social— ha reprimido a todos los movimientos cívicos que exigen su salida.

Pero antes de que un centenar de universitarios se rebelaran contra la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua (UNEN), el brazo partidario del Gobierno dentro de las universidades públicas, la vida de Veneno era como la de cualquier otro estudiante de odontología: estaba a un paso de graduarse, meta que ha quedado interrumpida y que no sabe cuándo podrá retomar.

“Aunque yo quiera y pueda arriesgarme a regresar al recinto, nadie me va a asegurar mi libertad, porque si salgo de clases y de repente desaparezco… Nadie se dio cuenta. ¿Quién me asegura mi integridad física? Soy carnada”, sentencia.

Volver al recinto donde el 13 de julio fueron atacados por paramilitares y francotiradores ya no es una opción para él. El temor de ser capturado, como le ha pasado a algunos de sus compañeros, le provoca pesadillas en la noche. Le aterra pensar que un día él podría estar tras las rejas, acusado de “terrorismo”.

Veneno admite que le cuesta recordar. Cuando suena de pronto una explosión de “triquitraca” —muy comunes en diciembre—  se sobresalta y deja de hablar. Ha estado en más de quince casas de seguridad desde la llamada «Operación limpieza». Casi no sale ni habla con los vecinos. “Aquí ando como las ratas”, contó la primera vez que nos comunicamos con él.

— ¿Cómo ha cambiado tu vida desde ese ataque, el 13 de julio?

Calla por un rato y luego replica:

—Mi vida cambió en abril. Desde entonces no he estado en mi casa, no he visto a mi mamá, con costo hablo con ella por teléfono. Me siento lejos de mi familia. No puedo estudiar.

De estudiantes a perseguidos

El siete de mayo, en el recinto de la UNAN-Managua se respiraba aires de rebelión. Las cámaras de los medios de comunicación enfocaban una protesta de centenares de universitarios que exigían cambios en las estructuras administrativas del recinto, pero dentro de un salón del campus sucedía una asamblea de presidentes de carreras: todos querían a UNEN fuera. Los universitarios no se sentían representados por ellos. Estaban hartos de una década de abusos, elecciones apañadas, presidentes de treinta años, y una larga lista de reclamos.

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Estudiantes de la UNAN Managua lanzaban morteros al aire al recibir el apoyo de ciudadanos que marcharon hasta el recinto universitario. Carlos Herrera | Niú

Ya se hablaba en los pasillos que esa tarde los estudiantes tomarían el recinto. Veneno comenzó a escuchar detonaciones de morteros y algunos compañeros se pertrechaban con su arsenal de piedras. El FSLN había perdido en ese momento la hegemonía en una de las universidades más importantes del país y en donde acostumbraban «gobernar». 

“Cada vez que los estudiantes miraban un símbolo del partido lo quitaban. En una de las entradas habían tres banderas, una de ellas la del partido, fue bajada del asta”, recuerda. 

Esa tarde, Veneno decidió quedarse junto a otros cien estudiantes. Las barricadas empezaron a levantarse y de pronto, la “lucha” ya no era solo por UNEN y la autonomía universitaria. “Nos dimos cuenta que la gente que llegaba a mostrar su apoyo nos decían que estaban con nosotros. Nos unimos a la resistencia del pueblo contra este régimen fascista”, explica.

Con el tiempo su rol sería  administrar los insumos médicos y atender a los heridos. Pese a que cursaba odontología, Veneno tiene conocimientos en medicina y enfermería.

Cuando caía la noche, un aura de muerte envolvía a los atrincherados. Los ataques eran constantes. Las “caravanas de la muerte”, como se les llamaba a las camionetas Hilux cargadas de paramilitares que rafagueban las barricadas alrededor de la universidad, dejaban muertos, heridos y secuestrados. En medio del vilo, lo único que deseaba Veneno era que nadie se le muriera en sus brazos.

—¿Alguna vez se te murió alguien?

—No. Nunca.

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Los ataques durante la noche eran constantes en la UNAN Managua. Un joven muestra una sutura realizada en el puesto médico improvisado del recinto. Carlos Herrera | Niú

Pero en varias ocasiones muchos de sus pacientes estuvieron a punto de morir. El 23 de junio, el Día del Padre en Nicaragua, Veneno rememora con esfuerzo cómo en esa noche le tocó correr en medio de las balas para rescatar a varios heridos. Ese fue uno de los episodios más difíciles que a sus 24 años le ha tocado vivir. Al contar la hazaña, parece que el relato sucedió hace muchos años. La vida de estos universitarios dio un vuelco tan vertiginoso que la mayoría de ellos no ha superado el estupor y las heridas infringidas por un Estado que los persigue y asesina.

Veneno explica que la situación de los exatrincherados es crítica. La clandestinidad y el exilio parecen ser, hasta el momento, la única forma de vida.

“Los exatrincherados dependemos mucho de las redes de apoyo. Pero también hay aprovechamiento de la situación de nosotros, por movimientos sociales y personas que utilizan nuestra lucha administrar mal y desviar la ayuda”, denuncia.

Las siete vidas del Tigrillo

El tigrillo utiliza su suave pelaje para camuflarse al cazar. Es un animal ágil, rápido y trepador, incluso por la noche. Cuando se apropian de un territorio, son celosos. Pero también están bajo las constantes amenazas de cazadores furtivos.

Así le ha ocurrido a este joven estudiante de ingeniería —bautizado con este mote desde abril— que ha recibido charnelazos y ha capeado balas. La clandestinidad lo ha obligado a moverse de una casa a otra con sigilo, como un felino. Sin modestia admite conocer “demasiado bien” el país como para desplazarse de cabo a rabo, si la situación lo amerita. La dureza que proyecta al hablar lo llevó a ser el responsable de seguridad de la UNAN-Managua, cargo que asumió desde que se atrincheró en el recinto el siete de mayo.

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Tigrillo manifiesta que vivir en las actuales condiciones «pesa» para decenas de atrincherados. Franklin Villavicencio | Niú

“No te puedo contabilizar los lugares en los que he estado. Por actitud individual he decidido no estar aislado ni encerrado, porque nos llena la paranoia. Te sentís más inseguro de lo normal, porque el nivel de intensidad es grande. Muchos se exiliaron, otros siguen en el país pasando dificultades… y entonces bastante es con que esté vivo y no preso”, explica.

Antes del 18 de abril, Tigrillo estaba a un examen de graduarse de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Ahora lo ha dejado todo. “En esta situación uno tiene que sacrificar una cosa para ganar otra”. Él ha sacrificado su carrera por garantizar su seguridad. “Yo me digo todos los días que no hay noches tan largas ni días tan oscuros. Más que todo es librar esta batalla muchas veces social, psicológica y física. Todos los días hay un desgaste”.

Para Tigrillo y Veneno ha sido un cambio “demasiado drástico” estar un día a punto de graduarse, y al siguiente resistiendo a las embestida de un aparato represivo. 

“La vida pesa”, dice Tigrillo una vez más. En su bolso todavía carga un libro como vestigio de su anterior vida de estudiante. Se titula “La lucha por el poder”, del expresidente Enrique Bolaños. Lo lleva a todos partes y es consciente que podría ser un peligro cargarlo expuesto.

“Lo que me queda es proyectarme a tener un oficio, porque uno de algo tiene que vivir. Pensar en la universidad o en una carrera técnica es ser demasiado egoísta hasta cierto punto, porque hay chavalos que tienen que ir al recinto por necesidad”, sentencia Tigrillo, siempre sigiloso y duro. Cerca de su oreja izquierda todavía tiene un charnel que se siente al tacto. En su pecho carga un casquillo de bala como si fuera una medalla. La tomó el 20 de abril, cuando la policía disparó a mansalva a los estudiantes que habían levantado barricadas en la UNI.

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Tigrillo carga como una medalla un casquillo de bala que recogió el 20 de abril, cuando paramilitares y policías atacaron a los universitarios de la UNI. Franklin Villavicencio | Niú

El 28 de mayo, Tigrillo estuvo en un intento de toma de la UNI. Ese día todos sus compañeros creyeron que “se lo habían volado”. La bala le había rozado el cráneo pero, una vez más, estaba ileso.

Ahora le ha tocado ver cómo “caen” uno a uno algunos de sus compañeros de lucha. «Uno se vuelve vulnerable y susceptible, porque las personas que llega a conocer están en una prisión o de pronto desaparecen, y pesa vivir. Estar en este país día a día es demasiado complicado», insiste. 

Tigrillo tiene que lidiar con episodios convulsivos provocados por el estrés. En un momento pensó que se debía al roce de bala en su cráneo y al perdigón que tiene atorado cerca de la oreja. Un médico le dijo que la causa no era esa, sino a la tensión a la que ha estado expuesto en estos meses.

La «normalidad» de la UNAN Managua

Margarita siente que vive una doble vida. Por las mañanas, mientras se sienta en su pupitre en la UNAN-Managua y escucha el discurso “a veces servilista” de sus docentes muerde su labio y contiene las ganas de llorar. No quiere estar ahí, pero tiene que estarlo. Por las tardes, cuando sale del recinto, se siente libre y es ahí donde empieza su segunda vida clandestina. En esos ratos, combina sus quehaceres y a la vez organiza “formas de resistencia” creativas y seguras.

“Decidí volver a clases no porque no me dolieran las muertes de mis amigos, sino porque estaba derrotada psicológicamente y el director de la carrera nos mandó a decir que el que no regresara este año sería expulsado y su registro académico borrado”, narra Margarita.

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«Margarita» estuvo atrincherada y decidió volver a clases «por obligación». Claudia Tijerino | Niú

Ella también permaneció un mes atrincherada en la UNAN, desde el siete de mayo hasta el 23 de junio. Tuvo que irse porque sus padres la llegaron a sacar. Esto era una escena bastante común. “Un día a uno de los muchachos su mamá le pegó para que se fuera con ella”, agrega entre risas.

En medio del caos había momentos felices. Uno de esos fue cuando un grupo de atrincherados bailaron en el puente del portón dos. El video se hizo viral en las redes sociales. En él salía Gerald Vázquez sin camisa y con jeans. Antes de ser asesinado el 13 de julio por paramilitares que atacaron la UNAN, “el Chino”, como le llamaban, bailaba folclor. Margarita recuerda ese momento con la voz entrecortada:

“Cuando entré a la UNAN después que iniciaran las clases, tuve que volver a pasar por ese puente. Me contuve las lágrimas porque con Gerald pasamos momentos muy alegres. Muchos piensan que regresaste a la universidad porque no te interesa, o sos egoísta, pero no es eso. Es una decisión demasiado difícil volver al recinto, lo hacés por necesidad, no porque querés”.

El 29 de septiembre —78 días después del ataque a los atrincherados en el que murieron dos jóvenes y una decena resultaron heridos— la UNAN-Managua retomó las clases con estrictas medidas de seguridad: solo permanecen habilitadas dos entradas y en cada una de ellas los guardas de seguridad revisan exhaustivamente los bolsos de los estudiantes.

Margarita relata que dentro del recinto se habla de la campaña de “normalidad”, de que “todo está bien”, pero ella denuncia que hay mucha vigilancia hacia los estudiantes que asisten a clases. “El hecho de que las personas de limpieza estén pendientes de lo que hablás y se te peguen, es un indicador de que nada está normal y que tienen miedo”, agrega.

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Lo que empezó como una lucha por la autonomía universitaria se convirtió en una rebelión contra el régimen de Daniel Ortega. Carlos Herrera | Niú

También los maestros les dicen a los estudiantes que si no se hubiesen tomado el recinto no se habrían atrasado tanto.

“Yo diría que los estudiantes vivimos una represión pasiva, no como se les hace a las marchas. Es una con la que te sentís observado, que todo el mundo te está viendo porque parecés vandálico y simplemente no estás de acuerdo. No existe libertad de expresión”, asegura con firmeza Margarita.

El exilio de la Portoncito

La Portoncito decidió huir antes de ser secuestrada y que su nombre perfilara en la lista de presos políticos cuya suma aumenta cada día. Ahora vive en Chiapas, México, a la espera que le atiendan sus trámites de refugio. Tiene 18 años, le gusta la literatura y el arte, estuvo atrincherada hasta el trece de julio y es una de las sobrevivientes del ataque a la Divina Misericordia. En todo este tiempo ha tenido que aceptar que su futuro académico ha quedado relegado a segundo plano.

“No es fácil aplicar al examen de admisión de la UNAN-Managua. Ahora ya no tengo nada. De un día para otro ya no sos estudiante, ya no estás en tu país, ya no estás con tu familia, ni tenés las mismas facilidades económicas”, asegura vía telefónica.

El 25 de agosto, la Portoncito cortó su cabello, alistó sus maletas y emprendió su trayecto hacia el norte. Unos familiares la recibieron en Chiapas, donde ha iniciado su proceso de refugio. Espera con este trámite retomar los estudios que dejó en Nicaragua, pero hay heridas que no cerrarán tan fácil y las situaciones al límite a las que ha estado expuesta tienen resonancia, incluso desde el exilio.

La Portoncito sobrevivió al ataque de la Divina Misericordia e 13 de julio. Hoy vive en el exilio. Claudia Tijerino | Niú

“Cuando salí de la UNAN, las pesadillas eran cada noche. Me levantaba por las madrugadas y mi mamá me decía que siempre mencionaba el nombre de Gerald o de Jonathan (dos jóvenes asesinados en los ataques). Siempre decía ‘no quiero morir’”.

Pero la Portoncito sintió en una ocasión que iba morir. Fue el trece de julio. Esa tarde un charnel le dio en la pierna. No podía correr, pero fue auxiliada por un compañero que la llevó hasta una camioneta para resguardarse en la iglesia Divina Misericordia. Aún recuerda cómo sonaban las balas al estrellarse en las barricadas de adoquín: un sonido que no podrá olvidar y que es difícil de describir para quien nunca lo ha escuchado.

— ¿Qué ha pasado desde entonces?

—No lo he superado. Hay momentos en que recuerdo cuando platicaba con Gerald (Vázquez) o con Jonathan (Morazán). Tal vez no los conocí toda mi vida, pero te puedo asegurar que a todas esas personas que conocimos en esas condiciones se volvieron una parte importante en nuestra vida. Jamás nos abandonaron, éramos una familia y estábamos unidos.

Ahora la Portoncito se siente segura, pero no en paz. Jóvenes de su edad son acusados de terroristas por el régimen, otros huyen y la mayoría se mantienen en la clandestinidad. Lo que había iniciado como una lucha por la autonomía universitaria, terminó en la exigencia de renuncia para Daniel Ortega, quien recetó más balas, muerte y represión a los estudiantes.

Los traumas que ha dejado la represión

Jenny ha dado terapia a víctimas de la represión. Por su seguridad y las de sus pacientes nos ha pedido anonimato. Es psicóloga y admite que no debería ocultarse, pero le tiene temor a un régimen que ha demostrado crudeza, incluso a quienes prestan ayuda humanitaria. Su trabajo también es clandestino.

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Para algunos especialistas, después de la represión se deberá romper «la cultura del silencio» y aplicar políticas de reparación a las víctimas de la represión. Carlos Herrera | Niú

— ¿Cuáles son los traumas y las secuelas a las que estos jóvenes, como los exatrincherados, están expuestos? —le pregunto.

— Estar expuesto a combate sin una posibilidad a defenderte te expone a diversas traumas, entre ellos ansiedad aguda, trastornos de estrés a largo plazo, trastornos de adaptación y depresión. Los síntomas principales se ven en el sueño, la alimentación, incluso en lo sexual. Esto porque hay una completa alteración de la cotidianidad.

Jenny explica que a largo plazo estos episodios tienen un efecto “generacional”, es decir, los traumas pueden “encapsularse” y ser transmitidos a otra generación. Nicaragua ya ha vivido un caso similar: los daños emocionales que han causado los conflictos bélicos del siglo pasado siguen siendo heridas sin curar. Para esta especialista, la historia del país ha estado plagada por una cultura de silencio, impunidad y olvido, defectos sociopolíticos que deben ser abordados al igual que los cambios democráticos que exigen los movimientos opositores al régimen.

—El escenario para la salud mental se agudiza en estos momentos debido a que la represión no ha cesado —agrega Jenny. Los exatrincherados todavía corren peligro y la integridad física de ellos no se las garantiza el Estado—. El después es la parte vital. Es muy importante la reparación social desde la justicia, pero también es importante la memoria histórica. Esto nos va a permitir no repetir nuestros errores. No se puede simular la reconstrucción y el perdón sin justicia, sin reconocer esas historias de dolor —reafirma.