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El coronavirus podría matarnos de ocio
Prisioneros del coronavirus
Foto: Pexels.com

El ocio que añoramos cuando estamos ocupados, se convierte en tortura cuando es obligatorio. Somos prisioneros del coronavirus.

     

A este paso, aunque nos salvemos del coronavirus podría matarnos el ocio. Ese ocio que tanto añoramos cuando estamos muy ocupados, se transforma en castigo cuando es obligatorio. Esto lo sabe cualquier prisionero.

Mucha gente se latea hasta la intoxicación durante estas cuarentenas. La televisión en vivo nos infecta más que la plaga. Los canales de streaming huelen a pescado podrido: el flujo de producciones nuevas empezó a estancarse. Antes que envenenarse con esos bodrios audiovisuales, algunos usuarios prefieren repetirse las diez temporadas de su serie favorita, aunque acaben odiándola.

Nosotros, los lectores, nos creemos más afortunados. Las buenas lecturas parecen inagotables, sobre todo ahora que las bibliotecas virtuales prolongan nuestras colecciones privadas hasta el infinito. Sin embargo, el infinito, sin la eternidad para recorrerlo, es una broma pesada. Una biblioteca inacabable también es ilegible. Quizás por eso Mallarmé la dio por leída: «La carne está triste y, qué desgracia, he leído todos los libros./ ¡Huir! ¡Huir lejos!».

No es posible huir lejos; ni cerca, siquiera. La peste nos tiene prisioneros. Pero podemos mirar, atentamente, por nuestras ventanas. Si tenemos paciencia, tal vez divisaremos un cóndor. Ahora, estas aves cordilleranas sobrevuelan nuestra ciudad encuarentenada. Vienen atraídas por el aparente despoblamiento y algunas hasta se posan en nuestros balcones.

Circula un video casero que registra ese prodigio. Primero llega un cóndor hembra que explora un balconcito picoteando los maceteros. El macho se queda al aguaite, planeando en torno al edificio, trazando grandes y desconfiados círculos. Finalmente, él también aterriza sobre la baranda. Su enorme cresta, su golilla blanca, sus fuertes garras carroñeras, intimidan. Es obvio que esta pareja busca un nuevo alojamiento.

En cualquier momento, estos pájaros van a preguntar cuánto es la renta, qué tal se portan los vecinos y cuándo piensan irse los actuales dueños. Sus miradas arrogantes, el tamborileo de sus garras sobre la barandilla de metal, delatan la impaciencia de estos cóndores. ¡El nuevo nido les ha gustado y lo quieren desocupado cuanto antes!

Cuando prestamos atención, notamos que el tedio de la cuarentena bulle, repleto de sorpresas. En días normales despreciamos el correo basura. Pero ahora tenemos tanto tiempo que, incluso, podemos perderlo revisando esa papelera virtual donde caen automáticamente los mensajes “no deseados”. ¡Y qué tesoros aparecen entre esos desechos!

Hoy, revisando mi basurero electrónico, ¡supe que recibí dos herencias millonarias! Un abogado, de apellido Akabuo, me informa: “Mi cliente es ciudadano de su país y murió en accidente con su esposa, y solo hijo, dejando siete millones dólares en banco”. Este abogado me escribe porque esos difuntos podrían ser parientes míos.

Pienso en esos familiares desconocidos, muertos con su “solo hijo”, y se me humedecen los ojos, siento un nudo en la garganta, pero mi pena se transforma en rabia cuando leo que el tal Akabuo pretende quedarse “con el 50%, mientras que el otro 50% lo hará ser para ti.” Abogado, tenía que ser él. Pero no se saldrá con la suya. Cuando termine la pandemia voy a demandarlo para recibir toda mi herencia.

Más generosa es la Dra. Grace Johnson, “Contadora General”, que me escribe: “Estimado Heredero: This is Co-operative Bank International, enviando alerta de pago de 10.5 millones de dólares aprobados en su nombre. El banco está 100% listo para su pago sin ningún problema”. ¡La suertecita mía! Voy a cobrar de inmediato este segundo legado. Y además me haré cliente de ese banco maravilloso que transfiere dinero sin trámites complicados.

¡Dos herencias en un día! ¡Si esta cuarentena se prolonga, terminaré más rico que el protagonista de la novela que releo ahora: El conde de Montecristo!

Hablando de ese conde… Ayer videollamé a un amigo. Este vive en el edificio del lado, pero ahora sólo podemos vernos así. Pensé que nos parecíamos a Edmundo Dantès y al abate Faria, prisioneros en el castillo de la isla de If. En la novela de Dumas ellos se visitan pasando por un túnel de celda a celda.

Nuestra actual cuarentena confirma que Internet es una red de pasadizos (virtuales) como ése; conductos muy útiles para comunicarse mientras estemos confinados en este presidio mundial. Pero, al igual que en el castillo de If, ninguno de esos túneles conduce al aire libre.

Mi conciencia moral se enoja y me reta. Me dice que esta pandemia no es momento para distraerse mirando pájaros, soñando con herencias o releyendo novelas de aventuras. Mi conciencia moral –que imagino con la forma de una profesora de índice parado– me ordena que me ponga serio y mire las noticias. Obedezco y las veo.

En el sur de Chile, dos alcaldes ordenan bloquear los accesos a sus ciudades para impedir que ocho ancianas sean trasladadas a hospitales de sus localidades. Temen que los infecten. Más al norte, unas turbas saquean el flamante y amplio sanatorio que iba a inaugurarse en su propio barrio: queman las camillas, destruyen los equipos. Alegan que ese sanatorio nuevo atraerá enfermos de covid-19.

¡Basta! En vez de esas noticias, prefiero el correo basura. ¡En lugar de esos alcaldes y esos ciudadanos, prefiero a los cóndores!