En pantalla
La inesperada “Rambo: Last Blood” encuentra su razón de ser en las tóxicas actitudes frente a la migración.
No le creo mucho a “Rambo…”, cuando dice que esta es “La Última Misión”. Desde su aparición en ‘First Blood” (Ted Kotcheff, 1981), el personaje encarnado por Sylvester Stallone regresa una y otra vez, justificándose a través de conexiones parasíticas con los temores del momento en el imaginario popular norteamericano más conservador.
La primera película, basada en una novela de David Morrell, capitalizaba el sentimiento de culpa ante el abandono a los veteranos de guerra. John Rambo, sobreviviente de Vietnam, es victimizado por un alguacil hostil y sus subalternos. Los traumas de guerra del protagonista se activan, convirtiendo al manso vagabundo en una máquina de matar. Su tratamiento de la violencia gráfica, tomado del cine amarillista, fue validado, y paso a informar toda una era de películas de acción. También le brindó a Stallone un nuevo personaje emblemático, justo cuando Rocky Balboa se agotaba en demasiadas secuelas.
En “Rambo: First Blood Part II” (George P. Cosmatos, 1985), los villanos son soviéticos, haciendo de las suyas en las selvas de Vietnam. La Guerra Fría está en su etapa final, pero aún sirve para proveer antagonistas de todo propósito —la película llegó a la Nicaragua sandinista en videocasete—. En la era previa a los alquileres de videos, el casete era intercambiado de mano en mano, silenciosamente, como si fuera un texto subversivo. Hasta la nomenclatura la disfrutaba, en un curioso caso de disonancia cognitiva. Después de todo, Nicaragua era (¿es?) terreno fértil para una secuela. En “Rambo III” (Peter McDonald, 1988), sigue luchando contra los soviéticos, invasores en Afganistán. Para “Rambo” (2008), la amenaza roja se ha extinguido, y el héroe tiene que salvar a unos misioneros cristianos secuestrados por mercenarios en Birmania.
La inesperada “Rambo: Last Blood” (Adrián Grunberg, 2019) encuentra su razón de ser en las tóxicas actitudes frente a la migración. Rambo vive un idílico retiro en el rancho que heredó de su padre, en algún lugar de Arizona. Su hija adoptiva, Gabrielle (Yvette Monreal) está a punto de abandonar el nido para ir a la universidad, pero antes, quiere confrontar a su padre biológico, viviendo en algún lugar detrás de la frontera sur. Su tía, María Beltrán (Adriana Barraza) comparte la desaprobación de Rambo. La muchacha desobedece a sus guardianes y viaja a México, donde una amiga la entrega como tráfico humano a los hermanos Martínez (Sergio Peris-Mencheta y Óscar Jaenada), narcotraficantes con un genuino ejército a sus órdenes. Todos sabemos que ni siquiera eso podrá salvarlos de lo que viene.
La xenofobia del momento se evidencia en los retratos extremos de “mexicanidad”, y por extensión, “latinidad”: Gabrielle y María son eminentemente buenas, en parte, por cuan americanizadas están —que Barraza, diez años menor que Stallone, sea presentada como una virtual abuelita, apunta a otra serie de estereotipos—. En contraste, la amiga traidora (Fenessa Pineda), el padre brutal (Manuel de la O) y los Martínez, son villanos sin redención. Todas las caracterizaciones son eminentemente caricaturescas, a tono con la simpleza del registro emocional. Los mexicanos buenos, ya están del otro lado de la frontera.
Pero uno no busca a “Rambo…” por su sensatez política, o su acuciosidad antropológica. Es una película de género, tan tonta como brutal, y ofensiva en su uso de estereotipos raciales. La trama se acomoda para reproducir el arco narrativo tradicional. El protagonista sufre a manos de los Martínez, para que el espectador pueda disfrutar sin reparos éticos el sangriento desquite. ¡Y vaya que sí lo es! Después de realizar una ejecución sumaria —extrañamente mantenida fuera de cámara— Rambo se atrinchera en su rancho, sembrando trampas por doquier, listo para perpetrar una justiciera orgía de sangre.
No podíamos esperar que Stallone se quedara sentado, viendo cómo Liam Neeson acaparaba la taquilla jugando al papá justiciero una y otra vez. Si acaso, quisiera que la película abrazara el absurdo en lugar de hacerlo pasar por sensibilidad genuina. Hubieran revivido a Richard Creena con animación digital, para que apareciera con un último consejo para su protegido. Tome nota de la española Paz Vega, actuando como si la película fuera buena de verdad, interpretando a la periodista menos convincente de la historia del cine. Nada de esto importa. Stallone es un sobreviviente, y si la gente paga lo suficiente, encontrará la manera de volver, contra todo sentido común.
“Rambo: La Última Misión”
(Rambo: Last Blood)
Dirección: Adrián Grunberg
Duración: 1 hora, 29 minutos aprox.
Clasificación: (Mala)
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