Mientras Roberto Cruz Altamirano, exmilitar y exsandinista matagalpino, se hacía fotos en la esquina de su casa durante una marcha autoconvocada del nueve de junio de 2018, también se encontraba en Las Maderas, Tipitapa, robando una camioneta; en el Jicaral, León, dirigiendo un secuestro de policías y en Sébaco, Matagalpa, reteniendo a otro grupo de policías.
Asimismo, mientras el 25 de junio se encontraba sacando a sus hijos del colegio, ofreciéndole ayuda a la directora del centro de estudios para evacuar a los estudiantes, también era partícipe y principal dirigente de la quema del plantel municipal de la Alcaldía de Matagalpa, ubicado contiguo al colegio.
Y eso no es todo. Mientras se encontraba preso, también fue capaz de orquestar el secuestro de un abogado sandinista, aliado con Eddy Montes (q.e.p.d) -asesinado por la dictadura en la cárcel La Modelo-, con tal de lograr un intercambio por su libertad. Al menos, esos son los argumentos del sistema judicial manejado por el régimen orteguista, por los cuales le condenaron a 43 años, en dos de los tres procesos judiciales en su contra.
“Como tal fuera un ‘avenger’, mientras estaba en la esquina de mi casa viendo pasar la marcha hago todo eso. Supuestamente me reconocen, no sé cómo, porque dizque andaba toda la cara tapada», relata Cruz.
«Toda una película»
Según Cruz, quien fue excarcelado al recibir “el beneficio de convivencia familiar”, el pasado 20 de mayo de 2019, el increíble relato que presentó la Fiscalía en los Juzgados raya en lo absurdo y la ficción. Durante las audiencias, aseguraban que le habían encontrado grandes arsenales de armas, explosivos y una “cantidad absurda de dinero”, asegura.
Pero en realidad, según cuenta Cruz, el día que fue secuestrado por paramilitares, lo que llevaba en su poder, junto a los demás jóvenes que le acompañaban eran víveres, medicamentos y “25 mil córdobas, que habíamos logrado reunir para llevarle a los familiares de tres jóvenes que teníamos heridos en Managua. De hecho, uno de ellos falleció y otros dos lograron sobrevivir a las balas que les impactaron durante las protestas cívicas”, recuerda.
Su esposa, Maskiel Hernández añade, que todo el proceso fue viciado, los testigos eran reconocidos militantes sandinistas, incluso una mamá de una compañera de clases de su hija mayor, que los vio cuando estaban en el colegio.
“El juez no quiso aceptar las fotos como prueba, porque dijo que no eran de cámara y no se podía comprobar la fecha, aun cuando la información de la foto la detallaba, él lo que dijo es que era montaje. La directora del colegio, ni siquiera me quiso dar una carta donde dijera que mis hijos asistieron al colegio ese día, sabiendo muy bien que ella nos había visto a ambos ahí”, comenta Hernández.
Abusos de poder
Roberto José Cruz Altamirano, es de una familia reconocida de sandinistas. Su papá fue militar y también lo fue el papá de su papá. En los años ochenta, básicamente toda su familia paterna trabajaba para el FSLN. Y en cuanto a él, desde muy joven integró las filas de la Juventud Sandinista y, más tarde, también se uniría al Ejército durante catorce años.
En esos años tuvo la oportunidad de estar cerca de los mandos más altos, tanto del Ejército como de los gobernantes. “Y estando ahí vi en carne propia los abusos de los gobernantes a los subalternos y subordinados. Vi el derroche, los abusos de poder y todo lo que nunca llegué a tolerar», relata Cruz.
Fue entonces que decidió solicitar su baja del Ejército y se empezó a alejar del partido sandinista, aunque no totalmente, pues siguió participando en mesas electorales. “Yo anduve defendiendo el voto”, sostiene. Sin embargo, desde el 18 de abril no pudo más. Explica que no podía quedarse tranquilo al ver tanta muerte y abuso por parte de la Policía y del mismo Gobierno, y por eso decidió salir a protestar.
“Yo me veo involucrado desde que un personaje, reconocido sandinista, de la nada, empezó a disparar a la manifestación de los chavalos. Como yo tengo entrenamiento, me le dejé ir al tipo y lo logré dominar. Lo dejé ahí para dirigirme al parque a buscar como decirle a la gente que se protegiera y se resguardara, en el parque había niños, había ancianos y yo me sentí con la responsabilidad de protegerlos”, comenta Cruz.
Desde entonces, Roberto tomó liderazgo del Movimiento 19 de abril Matagalpa junto a otros jóvenes de la zona, quienes se organizaron principalmente para pedir justicia y protestar por tantos crímenes. Y eso hizo, hasta el 26 de junio, cuando fue interceptado por paramilitares, golpeado y trasladado a la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ), mejor conocida como El Chipote, por ellos mismos.
Todo tipo de torturas
Cruz, nunca pensó que iba a estar preso en la vida. Sus acciones siempre se ajustaban a la Ley, y cuando decidió unirse a las protestas, nunca fue partidario de la destrucción, de la quema y mucho menos de torturar o matar a los orteguistas que aún con tantas injusticias seguían apoyando al partido al que él una vez perteneció.
Sin embargo, el trato que recibió de parte de sus captores fue distinto. Cuando lo interceptaron en la camioneta en que viajaba, “paramilitares encapuchados y armados se ensañaron en darme una golpiza. Y cuando me trasladan a El Chipote, los policías se ensañan en darme otra golpiza”, recuerda el exmilitar.
Cruz estuvo recluido en celdas de máxima seguridad de El Chipote por nueve días, “ocho de esos nueve días fueron de tortura”, dice. Le dislocaron los dos hombros, tiene una lesión en la columna y una lesión en la pierna, además de diferentes golpes en todo el cuerpo.
“Cuando me dislocaron los hombros, quedé con los brazos caídos y como no te dan ayuda ni nada, me los tuve que encajar en la pared. Solo. Además del abuso psicológico que te dan: Me amenazaron de llevarme a mis hijos al Chipote, de tenerlos en celdas para que yo escuchara los llantos y los gritos de mis hijos, y los gritos de la Maskiel en las otras celdas, con tal de quebrarme. Todo para que yo hablara sobre la Dora María Téllez, sobre Lester Alemán y sobre sobre los vínculos que, para ellos, tenían estos personajes conmigo”, detalla el excarcelado.
Sin embargo, Cruz asegura no tener ningún vínculo con ellos, más que la coincidencia de querer lo mismo para el país: la salida de la dictadura y el fin de los atropellos a los derechos humanos. Y aún con las golpizas y torturas que estaba viviendo, sabía que eso solamente era dolor físico. “No había dolor moral, porque sabía que lo que había estado haciendo no era nada ilegal”, mantiene.
“Si me estaban golpeando por reclamar un derecho, en un momento u otro pues todo iba a salir a la luz y se iba a recibir una verdadera justicia. Y en eso estamos ahorita esperando que se reciba una verdadera justicia. Aun cuando me decían que cuando saliera libre, si es que lograba salir algún día, lo que iba a encontrar era una lápida de toda mi familia. Y solo imaginarme a mis chigüines y a mujer en una celda, pues, era bastante fregado”, comenta Cruz.
Su familia sufrió mucho
“Todos los días estando en prisión mi esposo, fueron una tortura para mí y mis hijos. Para él, el hecho de que estuviera encerrado y no poderlos ver, incluso al tierno al que pudo conocer hasta 21 días después. Los primeros tres meses yo no se los llevé porque no queríamos que ellos pasaran por esa situación. Pero ya después de tres meses, para él era duro y para los niños también no verlo, no poder hablar por teléfono. Ellos pasaron su cumpleaños sin ver a su papá. Ya era casi un año, casi once meses desde que él no estaba aquí y todo ese tiempo se lo quitaron a mis hijos.”, recuerda Maskiel, esposa de Cruz.
Aun así, Maskiel encontró la forma de dejarle saber a su esposo que ella estaba velando por él, con algo tan pequeño, pero a la vez tan inmenso como el símbolo del infinito”, cuenta Hernández. “Nosotros desde que nos hicimos novios nos hemos identificado con ese símbolo, lo usamos para todo, cuestiones de romanticismo, hasta el infinito y más allá, y cosas por el estilo”, explica Cruz.
Entonces, los días que Cruz estuvo en El Chipote, Maskiel se las ingeniaba para camuflar un símbolo infinito debajo del nombre que tenía que ponerle a los empaques en los que le enviaba la comida. “Y la primera vez que yo veo ese símbolo sonreí, y me dije a mi mismo: ahí está la negra afuera”, relata el excarcelado.
“Lo más difícil de estar en la cárcel fue eso. Estar lejos de la familia, de mis hijos, de mi mujer e incluso a mi mascota. También me han preguntado que cómo fue la experiencia. Y bueno, la parte mala es el hecho de estar la prisión y el alejamiento, pero sí hay una parte buena: que al fin y al cabo nos conocimos todos a nivel nacional. Aquí ya no cabe decir que nos podemos desorganizar. Aquí es para adelante y organizados. Porque todo esto se supera, pero la muerte de nuestros hermanos no”, insiste.