Blogs
Hoy nuestros coloquios son secuestrados por la pandemia y la polarización política. Quedan apartados de nuestros diálogos el amor, la amistad y el arte
Cambiar de tema debería considerarse un derecho humano fundamental. Podemos y hasta debemos cambiar de tema cuando la conversación social se reduce a unos pocos asuntos obsesivos. Hoy nuestros coloquios son secuestrados por la pandemia y la polarización política. Quedan apartados de nuestros diálogos el amor, la amistad, el arte… La bulla exterior nos impide, incluso, escuchar los susurros de nuestra “alma pequeña y errante”. Lo global engulle a lo personal.
Quisiéramos pensar en otros asuntos y hablar de ellos durante un rato. Pero el ruido de esa realidad prepotente nos acosa a todas horas y desde todas las pantallas. Antiguamente, en el silencio y oscuridad de la noche, “consultábamos a la almohada” para aclarar nuestras ideas. Ahora una pantallita brillante y parlanchina nos sigue hasta la cama. Con el pretexto de “actualizarnos”, las noticias nos desvelan y marean machacando la misma cantinela.
La información que no transforma, deforma. El exceso de datos que no alcanzamos a digerir nos empacha. La reiteración viciosa de noticias sin novedad verdadera, embota nuestra sensibilidad. Lo importante se iguala con lo latoso. Lo trágico se confunde con lo estúpido. El bullicio unánime acalla las ideas y protestas singulares. En lugar de despertarnos, ese bombardeo sobre nuestra conciencia nos aturde.
En su libro, Tempestades de acero, Ernest Jünger describió feroces e interminables batallas de trincheras durante la Primera Guerra Mundial. El cañoneo era tan constante que los soldados dejaban de oírlo. De igual modo, los contrincantes ya no veían a los muertos que, apiñados en los cráteres, eran despedazados una y otra vez por nuevas bombas. Un golpe, duele; muchísimos golpes, anestesian.
Para comunicar mejor ese efecto anestésico Jünger optó por anestesiar su propia prosa. Narró las escenas más espantosas sin aplicarles ni un solo adjetivo. Hizo un dibujo técnico de la muerte. El lector que asiste a esos horrores, uno tras otro, sin lamentos que los califiquen, se siente él mismo aturdido, embotado.
Por el contrario, Jünger describió con minuciosidad lírica los breves interludios de calma, la primavera que florecía en la retaguardia. Ese cambio de tema y de forma produce un efecto paradójico en el lector. El contraste entre la belleza de esas treguas y la terrible violencia que leímos antes nos devuelve la capacidad de asombro que las repeticiones del horror habían entumecido.
Además, cambiar de tema (pensar fuera de la cámara de ecos) puede arrojar luces indirectas, pero potentes, sobre nuestras tribulaciones presentes. En ese mismo testimonio sobre la Primera Guerra Mundial Ernest Jünger especuló que aquella orgía de sangre pudo originarse en un exceso de normalidad. “Un largo período de ley y orden, como el que nuestra generación dejó atrás, produce un auténtico apetito de anormalidad”.
En los caminos inusuales aparecen los hallazgos.