Las propuestas de moda entre los notables de la política nica recuerdan lo que algunos científicos han llamado “racionalidad limitada”, la tendencia humana a responder con atajos mentales (“heurísticos”) ante los cambios: según la hipótesis, tomamos decisiones basadas, sin mucho dudar, en experiencias anteriores; nos replegamos, por decirlo así, hacia un comportamiento aprendido en el pasado, en lugar de hacer frente, con lógica y datos, al hecho fresco que acontece hoy.
Así llegan nuestros notables a repetir el mantra que los retrotrae a 1989, el de “elecciones anticipadas”, conclusión feliz—se supone—de ese otro comportamiento adquirido: la demanda de “diálogo”.
¿Qué hay de malo en exigir “diálogo” y “elecciones anticipadas”?
Seria óptimo, por supuesto, que para resolver la profunda crisis de legitimidad gubernamental, los nicaragüenses dialogaran y pusieran fin al conflicto a través de elecciones limpias y democráticas.
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Desafortunadamente, las decisiones ideales, las que no involucran sacrificios en cosas y en vidas, existen en un mundo que no es el infierno de las dictaduras. Si fuera posible imbuir al régimen de racionalidad y bondad, no se habría llegado a la situación presente, no habría necesidad de discutir estrategias, no habría más de 500 muertos, 2000 y pico de heridos, y los más de 40,000 exiliados que se han sumado a las víctimas del FSLN desde la última vez que la oposición pidió– y la dictadura concedió– “diálogo”.
“No tendrán alternativa, están débiles”
Eso nos dicen los proponentes de “diálogo y elecciones anticipadas”: eventualmente, Ortega y Murillo tendrán que volver a sus cabales, reconocerán el rostro hostil de la realidad, aceptarán que su situación es insostenible, que su tiempo ha pasado, y abrirán a regañadientes espacio a la transición democrática.
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¿Se puede ganar la tercia a Ortega con la actual estrategia?
Los proponentes de “diálogo y elecciones anticipadas” suponen demasiado fácilmente, se saltan innumerables eslabones intermedios, pasan por alto la posibilidad de escenarios aterradores, como la supervivencia del autoritarismo bajo otras máscaras.
Empecemos por lo obvio: conocemos a los villanos del drama, y sabemos que no ceden hasta que las circunstancias se vuelven tan adversas que la supervivencia de su poder lo exige. Tienen una inusual tolerancia al dolor político; no son gente de poder normal, no parece importarles mucho que alrededor de ellos y de su claque se derrumbe un país. Negocian in extremis, y aun in extremis, negocian para quedarse. Lo suyo es obsesivo; y además, para rematar, tienen ahora una espada de Damocles que cuelga por encima de sus cabezas y de la de sus principales esbirros: han cometido crímenes de lesa humanidad que no pueden ser amnistiados, que son perseguibles de oficio en cualquier lugar y por cualquier gobierno; ningún gobierno de Nicaragua puede garantizarles “perdón”, y quedan pocos gobiernos donde puedan refugiarse y disfrutar un relativo “olvido”. Tienen mucho que perder si entregan el trono, casi tanto como si pelean por mantenerlo hasta las últimas consecuencias.
Sigue entonces, por lógica, la pregunta de cómo empujarlos hasta el punto crítico. La oposición más o menos oficial y legítima a lo interno de Nicaragua, representada en la Unidad Nacional, parece haber renunciado—frente a la represión sanguinaria del régimen—a la protesta callejera. Los empresarios, aliados de Ortega hasta el inicio de la crisis, son opositores renuentes al régimen, y se han negado a liderar acciones alternativas de lucha cívica, como desobediencia fiscal y paros. Los activistas populares y estudiantiles que encendieron la chispa y guardan la llama y el espíritu de la insurrección cívica se encuentran bajo acecho extremo dentro del país, o en el exilio. De tal manera que las presiones contra Ortega y Murillo en estos momentos provienen más que todo del extranjero, del activismo de los exilados y del lento pero dramático proceso de exclusión y aislamiento puesto en marcha por la Organización de Estados Americanos.
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A la fecha, estas presiones no han sido suficientes para hacer retroceder a Ortega. A pesar de que la economía ha sufrido ya un golpe brutal, cuyas consecuencias apenas se diseminan por el sistema, y a pesar de que el proceso de la OEA conllevará nuevos choques, la respuesta de la dictadura ha sido endurecer la represión, y encargar a sus burócratas el establecimiento de políticas de ahorro, de ‘austeridad’, para intentar (aunque parezca mentira) mantener el “balance” macroeconómico del que tanto se precian.
¿Se romperá el impasse?
Es improbable que el actual “empate” político sea estable. De un lado está la enorme mayoría de la población, que quiere un nuevo gobierno; tiene legitimidad política y moral innegable, pero carece de armas, de voluntad bélica, y de consenso táctico. Del otro, el gobierno del FSLN, una minoría relativamente pequeña (¿20%, 25%, 30%?), ilegítimo tras la masacre del 2018, y cada vez más aislado, pero en control de las armas y unificado tácticamente por la desesperación, y por el liderazgo implacable de Ortega y Murillo.
La dictadura todavía es dueña de la coerción, pero ha perdido la capacidad de gobernar. Un alud económico la amenaza en los próximos meses. Nadie puede creer que el FSLN sea capaz de ver más allá, como gobierno, del horizonte de la supervivencia. Cualquier ambición de hegemonía permanente, bajo Ortega, y menos aún, bajo Murillo, parece no tener futuro.
Es difícil prever el tamaño de la ola que el tsunami venezolano terminará enviando en dirección a Nicaragua, pero es más difícil aun creer que la caída probable de Maduro deje las cosas como están para el régimen orteguista. Desde reanimar la protesta callejera hasta consolidar el proceso de la Carta Democrática, hay un enorme rango de posibilidades, todas adversas al gobierno del FSLN. ¿Cuál ocurrirá? Imposible predecir.
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Pero es de esperarse que las circunstancias en las cuales detenta el poder la pareja de El Carmen sufrirán más deterioro, amenazarán el tenue equilibrio impuesto a sangre y fuego por sus sicarios.
Una posibilidad es que el equilibrio se rompa de tal manera que surja de nuevo la rebelión abierta en las calles, y una nueva insurrección logre derrocar a la dictadura, acabando de paso con todos los esfuerzos de aterrizaje suave que la estrategia de diálogo cobija.
¿Qué pasa si Ortega acepta dialogar?
Pero no hay que descartar que en algún momento, antes de que la ola amenace con tumbar las murallas de El Carmen, Ortega grite (ya lo hizo al comienzo de la crisis): “¡Acepto!”.
Esta es la escena que aparece en el libreto de la UNAB, y es el pasaje favorito de los comentaristas que la apoyan, así como de las figuras públicas que han repetidamente apelado al realismo que generalmente, se presume, habita el corazón de los políticos.
Para los líderes de la UNAB, sin embargo, el problema es doble. Por un lado, parecen resignados a esperar sin incidir, a que “pase lo que va a pasar”, a que desde el exterior se aplique suficiente fuerza, y Ortega al final acepte el libreto. Por otro lado, no dan señales de estar listos, ni en organización ni estratégicamente, para el momento que sueñan. Acerca de lo primero: desde la privacidad de los hogares nicas hasta los corredores de la diplomacia parece existir la percepción de que la UNAB no guía lo suficiente, no empuja lo suficiente, que es un opaco espejo de las demandas y de la disposición de las grandes mayorías contra la dictadura. Tal percepción puede estar errada, y el juicio, en todo caso, debe recaer sobre la efectividad política y las visiones en conflicto dentro de la coalición, pero a sabiendas de que esta se enfrenta a un régimen inusualmente cruel e implacable.
En contraste, lo segundo, la carencia estratégica, es bastante aparente, y es preocupante, ya que si Ortega dice “si” al diálogo mientras la movilización popular se encuentra en estado de reflujo, podría abrirse la puerta al escenario terrible de un pacto que del que surja un estatus quo político y social a la vez injusto e insostenible.
Porque un Ortega que tenga aún capacidad de maniobra, que participe en un diálogo diferente al de “rendición” por el que clamó el líder estudiantil Lesther Alemán, tendrá todavía capacidad (y necesidad) de imponer ciertas condiciones, y tendrá aliados suficientemente poderosos para conseguirlas. Es más, aunque el poder de Ortega se reduzca de cara al futuro, no necesariamente ocurrirá igual con el de sus aliados claves, por lo que el autoritarismo podría vestirse de guante blanco, entrar de nuevo a las recepciones diplomáticas, y mantener su control del país en contubernio con otros intereses conservadores: orteguismo sin Ortega, o quizás sencillamente autoritarismo sin dictador.
Acto V
Esbozo aquí lo que podría ser el libreto de ese acto final.
Primera escena–El aislamiento político y financiero de la dictadura finalmente hace imposible mantener cualquier semblanza de normalidad económica; no solo se hunde la producción y el empleo, sino los recursos del estado y la moneda, que sufre una devaluación abrupta. Ortega llama a la “concertación” (si la palabra “diálogo” le recuerda la palabra “golpe” a él o a sus seguidores). La UNAB acepta gustosamente. La iglesia católica regresa a mediar, tras un forcejeo inicial, porque la dictadura propone “ampliar” la mediación. Se “exige” que liberen a los presos políticos, pero ambas partes deciden, “para no obstaculizar el diálogo y la paz” que el tema de los presos se negocie una vez que “la concertación” esté en marcha. O quizás, dependiendo de cuán frío sople el viento, la dictadura permita “libertad provisional” o “detención domiciliar” de algunos, o hasta de la mayoría, y se comprometan a permitir la entrada, sin represalias, de periodistas y políticos exilados. Los activistas más militantes tratan de aprovechar la fisura para volver a la protesta, pero siguen enfrentando al aparato represivo del orteguismo, que continúa en plena alerta; y lo hacen a riesgo de que los negociadores se limiten a “denunciar” nuevos encarcelamientos u otras formas de coacción, para no “sacrificar el objetivo” de una transición civilizada, pacífica.
Segunda escena—se negocian elecciones anticipadas, que tendrían lugar en seis o nueve meses, tiempo suficiente, se dice, para poner en orden el padrón electoral, hacer funcional un nuevo Consejo Supremo Electoral, y para que la observación extranjera y las garantías institucionales, también extranjeras, se organicen. El FSLN participa, y se abre un espacio legal para que una coalición liderada por la UNAB compita, probablemente bajo el registro legal de un partido existente, uno que los negociadores consideren menos tóxico, o más potable ante la opinión pública que los demás; alternativamente, se legaliza la inscripción de la coalición UNAB como partido. Este es probablemente un momento de alta tensión con aquellos opositores que favorecen una propuesta más transicional, que incluya no solo un nuevo gobierno, sino uno que sea electo para un breve período, que sea la puerta de entrada a un proceso constituyente, en el que mecanismos tales como “subscripción popular” resten hegemonía a los partidos y políticos que consideran “tradicionales”. Al final, dada la correlación de fuerzas, se impone el proceso más conservador. Desde la jerarquía de la iglesia, hasta el Cosep y los políticos aliados a este en la UNAB, el mensaje es claro: “no podemos darnos el lujo de ser “radicales” si queremos construir la democracia; no podemos ni debemos ser intolerantes; no podemos arriesgar otra guerra; debemos estar unidos y aceptar este acuerdo; en los acuerdos civilizados todo el mundo cede”.
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Tercera escena—La UNAB acepta que Ortega y su familia tienen derecho, como todo nicaragüense, a permanecer en el país, y le aseguran que en “la nueva Nicaragua” no se expropia a los vencidos. Sin embargo, el “Acuerdo Patriótico de Transición” incluye la promesa de que un sistema de justicia “reformado” tendrá potestad para investigar reclamos o denuncias de enriquecimiento ilícito. Todos de acuerdo. Se discute el significado de “reforma” judicial. Preocupado obviamente de que se desbanden sus partidarios, y porque aún necesita protección legal, Ortega negocia la estabilidad de los jueces de su partido: se ampliará el número de puestos en el sistema, y se conformará una comisión que investigue denuncias, cuando las hayan, de comportamientos ilegales o antiéticos. Pero todos quedan de acuerdo que no es factible, ni deseable, desatar una purga. Hay gente honorable en el sistema, y además no es práctico comenzar de cero. El tema de la Policía Nacional es escabroso, pero se acuerda que los altos mandos, identificados con Ortega, deben pasar a retiro. Más adelante el gobierno democrático hará las reformas necesarias y procederá a investigar, con asesoría de instituciones internacionales, pero en tribunales nicaragüenses, crímenes cometidos por miembros de la Policía Nacional. Como parte del acuerdo, el Ejército, al que se exime de acusaciones, se convierte en garante esencial del pacto: desarmará las fuerzas irregulares, por un lado, y por otro extenderá su protección a los altos mandos policiales y al mismo Ortega. A cambio, se compromete a regresar, en un plazo constitucional, al proceso de renovación de mandos que había sido establecido para profesionalizar al Ejército.
Cuarta escena—El país celebra elecciones. El FSLN pierde por un amplio margen, pero recibe 30% de los votos. No es la sorpresa de 1990, pero entre los partidarios, no es menor la indignación. Este es el triunfo de la intervención, del sabotaje de la “derecha”, y de la deserción de traidores. En medio de la cólera y el miedo, el comandante sigue siendo, al menos por ahora, la única garantía confiable de que no serán arrasados, despedidos de sus empleos o perseguidos legalmente. Comienza para todos en la lucha política un período de incertidumbre diferente, en que los límites del poder de cada grupo no están claramente delineados; los actores se mueven como en medio de la niebla y chocan, a veces retrocediendo, a veces haciendo retroceder. La bruma es más densa, más peligrosa, para aquellos que aspiraban a un final de obra diferente, y han quedado relegados a espacios más estrechos: los grupos que en su momento propusieron revolución democrática. Ellos son los primeros en descubrir en la oscuridad el perfil duro de lo que ha sobrevivido al cambio: los intereses del Ejército, los intereses de los grandes capitales, que ahora incluye a los herederos del FSLN, la cultura de violencia, ahora practicada selectivamente y desde el secreto. Hay espacio en la superficie para la expresión y organización de una agenda de reformas democráticas, pero el establishment se ha asentado, han hecho las paces muchos que se vieron en aceras opuestas mientras duró la crisis del orteguismo. El discurso alrededor de la moderación y la constitucionalidad se extiende, y la marginación de los “radicales” se practica más a través del silencio que de la represión.
Epílogo—Un nuevo país emerge, un país dentro de cierta “normalidad” semidemocrática, o más bien semiautoritaria, en la que ciertos grupos, particularmente el Ejército, mantienen poder de veto, en el que reformas necesarias para la libertad y la equidad colisionan en minutos con los intereses dominantes, a veces de manera mortal, mientras la historia oficial y la de los notables narra la gesta de la democracia como tarea casi completa, como gesta de ayer, obra de la prudencia, la tolerancia y la sabiduría de los patriotas que consiguieron la transición a través del diálogo; aunque la historia real, la historia que algún día sea enseñada a los niños—vive la esperanza–diga que ese fue apenas el comienzo de la lucha por la democracia.
¿Es inevitable un final así?
A pesar de la dictadura, de las anticuadas relaciones de poder a través de la sociedad, y de la plasticidad de los clanes dominantes, un final como el de la fábula del Acto V no es el único final posible, y aunque ocurriera, porque la historia no termina, habría más.
Lo deseable, sin embargo, es evitar el Acto V. Lograr que entre de nuevo en escena el ciudadano insurrecto. Que traiga su propio libreto, su propio programa, su experiencia de heroísmos y traiciones, y lleve a la historia por otros caminos.
Para eso urge trabajar el libreto, urge trabajar el programa. Hay que desbordar la racionalidad limitada que nos abre y cierra la puerta de la trampa. Hay que cuestionar las soluciones simples y fáciles que suenan bien porque es lo que hemos oído antes, pero que no resisten ningún análisis, como la noción de que todo se reduce a pedir al tirano que dialogue, esperar que entre en razón, y permita “elecciones anticipadas”.
¿Elecciones anticipadas?
Todas estas consideraciones, estas vueltas y revueltas, para decir un claro “sí”, un “sí, obviamente, claramente, definitivamente, es innegable que hacen falta elecciones, y que deben realizarse cuanto antes”.
Elecciones que serán posibles y ayudarán a construir una democracia estable si se dan en condiciones apropiadas, es decir, no bajo el dominio de Ortega, ni del FSLN, ni con el FSLN en posesión de las armas, de los grupos de choque, de la mayoría de los medios de comunicación, de los sicarios. Elecciones para un gobierno provisional, para una Constituyente democrática, para un nuevo gobierno nacional, para nuevos gobiernos municipales y regionales.
Anticipadas por darle un nombre a la urgencia, y porque las próximas, según el anterior “orden constitucional” serían supuestamente en el 2021. Pero no existe ya un orden constitucional. La república no está regida por ninguna Constitución, sino por un régimen familiar con aspiraciones dinásticas y cuyas autoridades han sido escogidas fuera de la ley, y actúan al margen y por encima de toda pretensión constitucional. Por tanto, lo primero que hay que abandonar es la idea de que una “salida constitucional” es posible, cuando el problema precisamente es que dicha posibilidad ha sido abrogada por el FSLN.
La controversia, entonces, no es sobre la necesidad de elecciones antes del 2021; es otra, y es doble: es sobre si la estrategia de lucha interna contra la dictadura puede realistamente reducirse al llamado a “diálogo y elecciones anticipadas”, y si puede esperarse que dichas elecciones inevitablemente abran la puerta a una democracia verdadera. La respuesta que este texto da a esta doble duda es “no”. La fábula del “Acto V” pretende ilustrar un posible, y terrible, resultado de tal estrategia.
Probablemente algunos dirán: “sin diálogo costará más vidas, por eso hay que dialogar con Ortega”. Es muy triste, es el infierno que crean las dictaduras, reconocer que en la primera parte pueden estar en lo cierto, al menos en el corto plazo. Lo que este artículo intenta es explorar los peligros de creer la segunda parte de dicha aseveración.