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La cerveza es un prodigio, una oda elemental y universal para gozar esta vida.
Este viernes de #OtraPorFavor es celebrando el día mundial de la cerveza. No es poca cosa: Tributar una bebida que ha sido fiel a la humanidad desde que los Sumerios —diez mil años antes de Cristo— dejaron constancia del primer registro histórico de su existencia.
Si la imprenta de Gutenberg democratizó el saber en el mundo, la cerveza le dio a la humanidad un elemento común, que nos congrega en cualquier barra o mesa del planeta a estrechar culturas.
Mi primer recuerdo de la cerveza data de mi niñez. Aquellas botellas color ámbar y regordetas de la Victoria. Son recuerdos en sepia viendo a mis familiares joviales compartiendo un domingo. Pequeños sorbitos caían sobre mi boca seguido del sobresalto de algún adulto preocupado por la travesura. “Es cereal”, decía otro, “nada le va a pasar al niño”. Bebí una cerveza entera hasta mi adolescencia. El amargor y la frescura de aquella primera vez siguen intactos en mis papilas gustativas. No solo era otra púber travesura: Era el descubrimiento de una historia líquida y carbónica que quería entender.
La agricultura es otro hito de la humanidad. Salir del neolítico, de la caza, la recolección y la pesca. Es de esos parteaguas que han vertebrado a la humanidad. El trigo y la cebada como primeros granos cuyos excedentes, fermentados por levaduras salvajes, originaron los primeros guisos cerveceros. Los monjes serían quienes dieran el auge definitivo a la cerveza, cuando, encerrados en sus monasterios medievales, agregaron lúpulo a los cereales. Allí está el amargor, ese estimulante y contrapeso al dulzor de la malta.
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Los alemanes tienen esa habilidad de ordenar y sistematizar todo con feroz disciplina. El 23 de abril de 1516, Guillermo IV de Baviera promulgó la Reinheitsgebot (la ley de pureza de la cerveza). Establecía que para hacer cerveza, solo bastaba agua, cebada malteada y lúpulo. Casi trescientos años después, en su estudio de microbiología, Luis Pasteur inventó la Pasteurización. Permite que la cerveza se mantenga libre de hongos y bacterias. Y todo sigue cambiando para bien…
Los maestros cerveceros han forjado, en torno a la fabricación de la cerveza, un quehacer dedicado, científico y creativo, que mezcla tradición, misticismo y arte. Hay tanta variedad de cervezas en el mundo: estilos y sabores que ahora han sido detonados por el boom de la cerveza artesanal, que, por fortuna, nunca dejaremos de probar y descubrir. Lo advirtió Charle Dickens en su novela The Life and Adventures of Nicholas Nickleby, cuando mister Swiveller le precisó a la pequeña sirvienta que nunca se puede probar la cerveza en un “solo trago”. Harán falta una consecución interminable de sorbos para acercarnos a esta bebida mundial.
En Nicaragua podemos empezar a sorber. Varias casas artesanales de cervezas nos amplían el horizonte del paladar, y nos dan otro estilo más que el acostumbrado Laguer. Claro, eso sin menosprecio a la cerveza nacional, tan necesaria para este trópico. Lo importante es la cultura cervecera: fermentarla y difundirla en los bares. Hacerla, incluso, mitología, como los escandinavos. Ellos creían que el cielo era una taberna de proporciones divinas con 540 puertas: Los vikingos caídos bebían cerveza de las ubres de una cabra gigante llamada Heidrun. Sin límites.
Tomar una cerveza parecerá un acto banal, pero realmente es un ejercicio milenario que ha puesto en una sola sintonía a la humanidad. En este día mundial de la cerveza, lo mejor que puede hacer con su dinero es comprar una. Porque la cerveza es un prodigio, una oda elemental y universal para gozar esta vida. Un poema de noche o de día, que se adapta a nuestro deseo, clima y humor.
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