Perfiles
En junio se festejan el Día del Padre y el Día del Niño en Nicaragua, pero muchas familias no tuvieron razón para celebrar
La hija de Franco ya no cantará con su papá. Erick ya no jugará nintendo con su hijo. La niña de Ángel ya no podrá hacerle cosquillas. El bebé de Nelson nunca conocerá a su padre. La hija de Víctor perdió a su mejor amigo. Más de 200 personas han sido asesinadas en dos meses de protestas en Nicaragua. Entre ellas padres de familia. Estas son las historias de los niños, adolescentes y jóvenes que han perdido a sus papás durante la crisis en el país:
Un Ángel
Por: Anagilmara Vílchez
Le pidió que lo inflara rápido. Ella tenía prisa. Quería meterse en el globo para alcanzar a su papá en el cielo. Migueliuth Sandoval, viuda del periodista Ángel Gahona, cuenta cómo su hija de cuatro años estaba convencida que si cruzaba la nubes dentro de una chimbomba, podría verlo de nuevo, abrazarlo, hablar con él.
Ángel Gahona fue asesinado el 21 de abril, cuando transmitía en vivo las protestas en Bluefields. Un disparo certero lo hizo caer, mientras los seguidores de Noticiero El Meridiano oían gritos desgarradores. Ángel era padre de dos. Una niña de cuatro años y un adolescente de 16, hijo de un primer matrimonio.
«Le gustaba hacer algunos videos y trabajos de periodismo con su hijo. Lo invitaba a beber malteada y ver partidos de fútbol en la tv», cuenta Migueliuth.
Ángel y ella, además de esposos, fueron compañeros de trabajo. Él era el camarógrafo y ella la periodista y presentadora del noticiero.
Cuando Migueliuth salió embarazada, Ángel «se enloqueció». «Nosotros tuvimos 12 años de casados y esperamos un buen rato, varios años, para tener a esta nena. Él anhelaba tener una niña conmigo», dice. Pintó el cuarto de la bebé y cuando nació, «fue un amor nunca antes visto, el amor que se tenían ellos dos, solo dándose piquitos vivían», recuerda. Eran muy unidos. «Para ella su papá era todo. Ella siempre le contaba sus secretos», asegura.
Él la llevaba a clases en su moto y miraban películas juntos. La niña le hacía cosquillas y él le cantaba por las noches. Le enseñó a nadar, a encender la motocicleta. «Yo me siento orgullosa porque sé que le dio todo el amor, porque él se despojó de todo para dárselo a ella», asegura. Cuando lo asesinaron, Migueliuth le dio la noticia a su hija. «Yo le dije a ella lo que había ocurrido y me dijo: mamá yo ya lo sabía».
Después del entierro, la niña «se puso como en huelga de hambre, exigiendo, qué sé yo, verlo. Yo tuve que decirle ´tienes que luchar, yo estoy acá y estoy luchando por ti, seguimos juntas y si tu no pones de tu parte todo lo que yo haga va a ser en vano», recuerda.
Ahora le pregunta: ¿Verdad mamá que nosotros ya no tenemos papá? ¿Mamá por qué lo mataron? ¿Por qué todo el mundo habla de él ahora? ¿Por qué yo puedo ver a mi papá y no lo puedo abrazar, cada vez que lo quiero abrazar se me desaparece?…
«Y pues yo le digo sí mi amor, sí tenemos papá, aunque esté muerto sí tenemos papá, sí tenemos un héroe que está en el cielo», cuenta. La niña tira besos al cielo y repite: ¡Este es para ti papá! ¡Buenos días papá! Cuando mira a hombres cargando a sus hijos le insiste: «¡Mamá! ¡A ese papá no lo mataron!». Migueliuth agacha la cabeza y la abraza. Dice que quiere entregarse a su hija, darle todo el amor para que no se sienta sola.
Ella heredó de su papá la sonrisa, la nariz, los labios, los ojos. También la alegría y el carisma. Es «hablantina e inteligente» y una líder nata, asegura su mamá.
Migueliuth y su hija se exiliaron en Estados Unidos. El hijo adolescente de Ángel, vive con sus abuelos paternos, también fuera de Nicaragua. El 12 de junio, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, le concedió a la familia Gahona medidas cautelares, porque al exigir justicia por el asesinato de Ángel y denunciar que la Policía era la responsable, llegaron las represalias y el asedio.
«Si he dejado mi país es por protegerla a ella», confiesa Migueliuth. Cuenta que cuando iba a regresar a Nicaragua de un viaje a Washington, en el que expuso el caso de su esposo, su hija le advirtió: «mamá ten cuidado, cuidado te dispara un policía».
La niña ahora «come más» y «está un poco más feliz», aunque no todos los días son buenos. Extraña a su papá por las noches y mira las películas que veía con él. Siempre pide Coco y canta «recuéeerdame». A veces se levanta malhumorada. «Como que muestra un enojo, yo sé que ese enojo es porque no está su papá», asegura Migueliuth. A ella le han dicho que la niña «ilumina donde va y que pueden sentir la presencia y protección de su papá en ella. Como decía su nombre Ángel, eso es él ahora para nosotros».
El álbum de papá
Por: Franklin Villavicencio
Cada vez que el bebé observa el álbum familiar, señala el rostro de su padre en las fotografías y repite: “¡papa!, ¡papa!”. Es una de las primeras palabras que aprendió a decir. Las páginas brillantes están llenas de fotos y de momentos que probablemente no vaya a recordar cuando crezca. Su madre, Adriana Flores, cree que su esposo, Nelson Téllez, en unos años será una silueta borrosa para su hijo hoy de 18 meses.
“Mi hijo ni siquiera se va acordar de lo mucho que su papá lo quería y todo lo que hacía por él. No va cumplir tantas cosas que su papá soñaba para él”, cuenta Adriana entre sollozos.
Una de esas “cosas” que deseaba Nelson, era verlo jugar béisbol cuando creciera. “Su papá tenía un sueño loco, quería que su hijo fuera a las Grandes Ligas, decía que desde pequeño lo iba a encaminar”, afirma la madre.
El 20 de abril, Nelson Téllez fue baleado en el tórax, cuando las protestas contra el presidente Daniel Ortega arreciaban y eran reprimidas por paramilitares y policías que disparaban no solo a manifestantes, sino también a personas que no estaban involucradas en las manifestaciones. Como Nelson aquel día.
Esa tarde salía del trabajo cuando unos hombres en moto pasaron disparando cerca de la esquina de su casa, mientras compraba fritanga. Después de pasar 12 días internado en el Hospital Antonio Lenín Fonseca, falleció por un shock neurálgico, herida por arma de fuego y un edema cerebral severo, según el expediente médico que le facilitaron a la familia.
Lo que más hace llorar a Adriana es la ausencia de Nelson en la crianza de su hijo.
Han pasado dos meses sin aquellas salidas dominicales donde iban a comprar comida y luego a pasar las tardes en el parque. Por más que desee retomar su vida, Adriana no puede. Para ella el peligro de cargar a su hijo por las calles se ha intensificado, teme porque en las últimas semanas han sido asesinados tres niños. “Ya no puedo ni llevarlo donde su abuela, que vive aquí no más”, dice.
En el álbum familiar están todos los momentos felices que ella desearía revivir junto a su esposo y su hijo. “Voy a cumplir todo lo que él (Nelson) quería: que fuera un buen hombre, un buen estudiante, un buen beisbolista… todo”, sentencia la madre.
Nelson dejó también a otros tres hijos de un anterior matrimonio: una adolescente de 16 años, una niña de ocho y un niño de cuatro. Los menores vivían con él, pues tenía su custodia. Desde su muerte, los niños están con su abuela materna y Adriana no ha podido verlos ni saber de ellos. Su hijo crecerá también sin sus hermanos.
“Mi esposo se volvió loco al saber que estaba embarazada, me dio fuerza y fue bonito cuando nació y lo agarró por primera vez. Me acompañaba a todas las citas prenatales. Él era bien amoroso y atento, me cuidaba bastante”, cuenta.
Cuando el bebé sepa leer, mirará el tatuaje que tiene su madre cerca de la clavícula. En unas letras góticas lleva escrito: Nelson Téllez. Él también se tatuó el nombre de ella hace dos años. “Fue un acto espontáneo. Se me vino la idea y dimos tantas vueltas y en el momento en que se dio lo hicimos”, cuenta. Esta es otra historia que guardará para su hijo.
La guardiana de Franco
Por: Anagilmara Vílchez
Sabe que mataron a su papá en el parque en el que ella jugaba. Sus compañeritos le contaron. A Franco Valdivia le dispararon el 20 de abril en el parque central de Estelí y su hija de cuatro años lo sabe.
«Ella le hace preguntas a su mama, que si Franco la escucha, que por qué Franco ya no está, que cuando se va a ir al cielo a verlo, las mismas preguntas se las hace a mi mama», lamenta Francys Valdivia, hermana del joven.
Franco era estudiante de Derecho, trabajador de una carpintería, padre y rapero. Su nombre artístico era Renfan. Así lo llamaba su hija. Renfan. La niña nació cuando él tenía 20 años y aunque no vivían juntos, siempre fueron cercanos.
«Cada vez que mi mama llevaba a la niña a la casa, le decía a Franco que le llevaba su regalo y la niña respondía: y vengo empacadita, empacadita», recuerda Francys. Así jugaban los tres.
Él le enseñó a nadar a su hija durante un viaje familiar, pero «ella ahora dice que si no está su papa Franco, no quiere entrar al agua». Desde que lo mataron, la niña se propuso aprenderse todas sus canciones y «no ha dejado un solo día que ella no las escuche y las cante«, cuenta su tía. Pregunta por qué cuando ella le habla su papá él no le contesta y cómo Franco le enviará su lechita desde el cielo.
«Los 5 lenguajes del amor de los niños», es el libro que Francys aún no saca de su cartera. Su hermano se lo pidió y ella se lo daría el 21 de abril, pero lo mataron el día anterior.
Franco «no estaba preparado para ser padre», sin embargo, «él amaba a la niña, estaba emocionado, hay una foto que sale con ella en el hospital y su sonrisa dice mucho», asegura. Según ella, él «estuvo siempre sujeto a transformaciones, a cambios, fue cambiando para mejorarse, se enamoró, se enloqueció por los libros, quería leer. Él a mí me pidió ese libro, estaba leyendo bastante sobre cómo aprender a ser mejor padre«, recuerda.
«Vos sos un hombre bueno, fuerte y sano y salvo», le asegura su hija de cuatro años en un audio en el que lo regaña, lo orienta y, con mucha madurez, le pide que se porte bien. «Yo quiero estar con vos», le afirma.
«Las cosas de Franco ella las está cuidando», cuenta Francys. Menciona que un día su mamá le prestó a un amigo de Renfan unas chinelas, su sobrina lo miró y le dijo que eran de su papá y que no se llevaría nada de él. «Estas cosas que están aquí, son de Franco, son mías», le sentenció. «No creo que ella lo olvide», recalca su tía. «Ella es súper inteligente».
A la niña le gusta ir a ponerle flores, visitarlo en el cementerio, que la dejen sola escuchando las canciones de su papá mientras se acuesta en su tumba. Se pone a cantarlas hasta que dice: «no, no, no, ya estoy triste, pongame los muñecos». Franco le había prometido que escribiría un tema para los dos. En sus cuadernos encontraron uno en la que se refiere a su hija y asegura «que es su todo, que él iba a luchar para que ella tuviera un mejor futuro», dice su hermana.
La niña «sabe que su papá está en el cielo». Comparten la misma sonrisa. «Te conviertes en mí, eres pedazo de mí, lo nuestro no es cuestión de suerte, guárdame una sonrisa para tan pronto yo vuelva a verte«, repite Franco en una de sus canciones.
«Ya no sé con quién jugar»
Por: Elmer Rivas
Le hace falta su papá. Mucho. Tiene siete años y una pelota ponchada en algún rincón de la casa, pero eso ya no le importa tanto, porque no tiene con quién patearla: a su papá, Erick Cubillo, lo mataron.
Erick tenía nueve años de casado, un niño de siete años y una niña de dos.
Para sus hijos, no hubo celebración del Día del Padre este 23 de junio. Ese día le llevaron flores, y arreglaron su tumba, mientras el niño cultivaba la ilusión de que su papá regresaría vivo, como salió el 20 de abril.
“Ya no tengo a mi papa y ya no sé con quien jugar ajedrez y nintendo. Me gustaba jugar con él, mucho”, dice el niño.
El 19 de abril, un día antes de su asesinato, Erick veía las noticias junto a su familia. Lamentaban lo “injusto” de las reformas al Seguro Social, y la represión policial que ya había comenzado a enlutar al país.
Al día siguiente, él salió por la mañana a una cita médica y después iría a trabajar, pero no quiso uniformarse para que los jóvenes no pensaran que era “un trabajador del Estado que iba en contra de ellos”, cuenta su viuda, quien prefiere omitir su nombre.
Erick Cubillo viajaba a la Costa Caribe con mucha frecuencia. Dos días antes de su muerte debió ir a Siuna, pero su camioneta asignada estaba en mantenimiento. Él trabajaba para la Empresa Nacional de Transmisión Eléctrica, Enatrel, una entidad estatal.
Después de su cita médica, un recorrido del trabajo lo recogería por la Universidad Centroamericana. No pudo llegar al lugar acordado. Lo mataron mientras caminaba cerca de la Universidad Nacional de Ingeniería, UNI. Recibió tres impactos de bala, uno en la tetilla izquierda, en el tórax y otro en el pulmón.
“No tenemos investigación de quién le haya disparado. Fueron tres tiros en el lado izquierdo, pero imagino que fue una persona que en realidad tiene puntería, que sabe de armas, que no es novata”, afirma la viuda.
Una señora llegó diciéndole que Erick había recibido tres disparos y que probablemente estaba muerto. Ella no le creyó y llamó a su esposo: le contestó una muchacha que, desesperada, le relató que hubo una balacera, que ella estaba refugiada en la Catedral de Managua y que recogió el celular de Erick, después que se lo llevaron al hospital gravemente herido.
La llamada estaba en altavoz, su hijo de siete años escuchó lo sucedido. “Él quería a su papá, que lo trajeran vivo, porque su papá se había ido vivo”. Gritó. Lloró.
La vida de la familia se desinfló, como la pelota que tienen en algún rincón de la casa.
El trabajo de Erick le demandaba salir de Managua por varios días, a veces meses, pero eso nunca lo alejó de sus hijos, con quienes siempre se comunicaba por videollamadas.
“Erick era un padre muy responsable, a sus hijos no les faltó nada. Después de sus misiones de trabajo, él venía a jugar nintendo con el niño. Yo alistaba a los dos niños e íbamos al parque, a la plaza a comer, y ellos tenían su momento con el papa”, cuenta su esposa.
Ahora la niña de dos años dice que su papá “está dormido”, mientras su hermanito promete contarle cuando crezca que “su papá está en el cielo”.
“Me hace falta mi papá”, cuenta el niño. “Yo le digo a mi mama que no llore, que él está descansando”, insiste.
“Él me consuela bastante, me dice que si sigo llorando nos vamos a poner tristes, que a como están las cosas es mejor que su papa esté descansado y que no esté sufriendo y pasando todo lo que estamos pasando”, cuenta su mamá.
Sus vidas no serán las mismas, a diferencia del tablero de ajedrez con el que juega, las piezas de su familia están incompletas.
Las pequeñas cosas
Por: Yamlek Mojica
Una motocicleta pasa lento por la casa. “Es mi papa”, piensa Saudy Cabrera. Se sienta en la cama y comienza a buscar sus zapatos. Se detiene, recapacita y vuelve a acostarse. Su papá nunca más volverá a llegar a buscarla.
“Era una costumbre de nosotros”, recuerda. Víctor Cabrera, de 39 años, siempre pasaba trayendo a su hija. Escuchar el ruido del motor de la motocicleta significaba que iban a salir a pasear, que llegaba a visitarla. Ella se emocionaba mucho.
Su papá no vivía con ella, pero era la persona con la que más se sentía en confianza. La relación que tenían era de mejores amigos. Ella encontraba en él un confidente a quien contarle todos sus problemas y sabía que, sin importar nada, su papá siempre le iba a dar apoyo incondicional. “Nos queríamos mucho”, dice mientras baja la mirada.
De su padre aprendió a ser fuerte e independiente. Por eso intenta no llorar cuando habla de él. Su voz se quiebra cuando lo recuerda dándole consejos o riéndose con ella. “Era la persona que más me entendía y que le podía hablar de cualquier cosa y el maje siempre iba a estar ahí para ayudarme”, cuenta.
La actividad favorita para hacer juntos era comer. Bastaba con leer un “A ver hija, salgamos a comer”, para entender que se tenía que alistar y esperar a que la pasara trayendo en la motocicleta. “Era tan lindo”, dice. La joven de 19 años, recuerda que cuando ella se enojaba con él o estaba triste, él le llevaba una pizza a la casa para alegrarla.
Semanas después de su muerte, para ella es difícil saber que esas costumbres no regresarán. A Víctor lo asesinaron la noche del nueve de junio después de haber sufrido una persecución en su motocicleta. Saudy se enteró la madrugada del día siguiente. “Cuando me di cuenta de la noticia, tuve que entender que él ya no va a estar aquí. Que ya mi papá no va a estar para mí, que ya no vamos a comer pizza juntos, que ya no me va a llamar, que ya nada”, lamenta entre lágrimas.
Quedaron muchas promesas al aire. A Víctor le obsesionaba ir al gimnasio y habían prometido ir juntos. También tenían planeado viajar y probar la comida de otros países. “Es que no creo que le tocaba irse”, dice.
Él tenía otros cuatro hijos. Ella se preocupa por sus hermanos. “Cuando vos estás pequeña no te das cuenta, pero es entender que ya no vamos a tener a nuestro papá el Día del Padre, y que él ya no va a llegar a las actividades donde salgamos, es algo que me preocupa más por mis hermanitos”, confiesa.
A su padre la gente lo recordará como un hombre alegre, bondadoso. Un ejemplo para ella. Es que hasta en su funeral la hizo reír. Cuando estaba al lado del ataúd, llorando, un “borrachito” se le acercó y le confesó: “¡Ay! Víctor, ya no me va a dar los 30 pesos que me daba diario”. Ella se puso a reír. “Así de bueno era mi papa”, cuenta.
Si Saudy pudiera pedirle algo a su padre es que no se vaya. También le pediría que le aconseje cómo ser fuerte y cómo vivir sin él. “Tengo que ser valiente y vivir las cosas que teníamos que vivir juntos”, expresa. Pero su muerte, confiesa, la marcará por toda la vida.
El ruido de las motocicletas, el olor de la pizza, los gimnasios, todas esas pequeñas cosas son las que más le duelen a ella cuando lo recuerda. Prefiere pensar en su risa, sus consejos, sus chistes. Aquello que siempre tendrá su nombre.